Friday, August 23, 2013

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Echan sus alas al vuelo las torpes palomas, escapando de las fechorías de los jóvenes niños, que buscan entretenimiento hasta la hora de comer. Surcando un cielo gris rozando las adormiladas aguas del Sena.

Habían pasado las horas de la revolución, del imperio. Solo quedaban soldados veteranos amotinados en las tabernas hablando de las viejas glorias de un ejército que se hizo con Europa. Cruzaba por el puente de l’Archevêché cuando al sereno aun le quedaban algunas farolas por apagar. La bella Notre Damme se vestía con sombras en sus torres y bellas vidrieras, dando una tímida campanada que se esparció por todas las calles del barrio latino. Ya se había puesto uno de esos pintores de plaza, exponiendo sus lienzos al selecto público burgués parisino. Soportando los mirares por encima del hombro de los más arrogantes que creyéndose entendidos vanagloriaban otros artes y pasaban de largo. Solo algunos vecinos que solían transcurrir por aquella calleja se fijaban de las novedades que traía aquel cincuentón maestro de brocha fina que había retratado a tantas y tantas mujeres.

Y como ellos, me fijaba en sus tristes musas, tumbadas o sentadas, pero sobre todo desnudas. Eran jóvenes mundanas para la sociedad, pero para el pintor, que acostumbrado al desinterés de la gente se había acomodado ya para esperar hasta la noche, se sorprendió cuando le pregunté y me contestó con cierta ternura: “son mis niñas”. Era imposible que tuviese tantas hijas, había por lo menos diecisiete mujeres distintas, así que comprendí que el amor que a ellas les profesaba era como el de un padre. Y en efecto, eran algunas grotescas, pero él las idealizó como divinas criaturas de las que cuelgan con alas en los altares.

A una de ellas la conocía, quizá porque hubiese visto otro cuadro suyo, creo que de Delacroix alzando una bandera. De aquello había hecho bastante tiempo, unos cuarenta años. Por aquel entonces compartíamos juventud, y ahora de ese regalo, solo goza ella.
Marianne, la bohéme. La que portaba flamante el jirón de la revolución en medio de la incandescente mirada de rabia y sutura de un pueblo alzado en armas, joven, brava y fuerte, ahora, al igual que el alzamiento, había vuelto a ser la olvidada joven vivaracha tan recordada como la sangre seca que todavía tintaba algún adoquín de las venas de Francia.


Siempre iba en compañía, más que mujer, era un sentimiento. Era reina de todos aquellos bebedores nocturnos, de los escritores, marquesa de las mancebías y dueña de la luz que la luna derramaba en las madrugadas más cálidas, de las gargantas ardientes del correr del vino o del champagne. En los atardeceres, cuando me acercaba al teatro del Odéon siempre paseaba con sus escotes la conocida por Mimí, que para mí seguía siendo la misma agitadora encantadora que puso los huevos de corbata a las dinastías reinantes de medio mundo. Había sido la valiente heroína desconocida a la que ahora solo le quedaba una falda ancha que dejaba ver unas sucias enaguas y una blusa sin hombreras donde se disimulaba su esencia de mujer.

La fama había muerto. Ya solo quedaba su rostro en algunos lienzos que festejaba con ilusión cuando eran comprados por transeúntes foráneos.


Pero incluso aquellos años también había pasado. El taller de aquella escondida calle, cuyo nombre no revelaré, había pasado a la historia. El burdeos, el púrpura y violeta había dejado de tener vida. La madreselva se había secado al igual que aquel cuartel. Las flores consumidas en el mal habían nacido y la sembradora había convertido su éxito en la tumba de la joven Marianne. Cuando volví años después a Notre Damme el pintor ya no estaba, ni los cuadros de la bohéme, ni Mimí, ni Francine. Solo una flor dorada que la recordaba. 

Lovelace

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