Caía el verano de 1861 en aquella vieja Inglaterra, cuando la novela de “Great Expectations” del tan conocidísimo Charles Dickens empezara a ser impresa y puesta a disposición de venta en las librerías de Londres. Para entonces había reflejado el realismo más exacerbado de un país con una industria floreciente. La vida en el Reino Unido se había tornado en el mercado, se había engrandecido con la marina, y se había hecho poderosa con el naciente imperio que corre a su paso. Eran tiempos en los que la aristocracia tenía que jugar el papel de empresario, y aquellos jornaleros que trabajaban sus tierras tenían que tratar con máquinas de hierro y metal que no estaban hechas a su medida.
La maestría con la que Dickens redactaba cada una de sus palabras hacía amanecer en la literatura obras como los papeles póstumos del club Pickwick, Cuento de Navidad, Oliver Twist, David Copperfield e Historia de dos ciudades. Eran obras de su primera etapa en las que narraba y reproducía a golpe de pluma la picaresca de aquellos niños que desinformados afrontaban desde la pobreza y miseria, la vida que Dios le daba. Supervivientes, que por el contrario, vivían con dinero pero sin amor, como Ebenezer Scrooge, a quien la navidad se le presenta en forma de fantasma atemporal y espejo de realidad. Un tirón de orejas que lo saca de la tiranía sórdida, donde el carisma de desconfianza de una civilización sin valores lo habían ahondado.
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Todo ello, como bien leí a Vargas Llosa en Cartas para un joven novelista, son las experiencias vividas, no vividas y por vivir, las que se reflejan en la obra y camuflan entre letras. Es pues, a mi parecer, un escape evasivo que necesitaba para sacar su vena más romántica –movimiento también que circulaba por aquellos años-
Son las grandes esperanzas como, las que dando todo por perdido, sale algún día el destello de luz entre ese cielo emborregado que derrama dardos envenenados.
Es el protagonista, es la pseudobiografía de una mente la que anhela el cambio. Es la cobardía la que se torna en valentía, en vivacidad. No existiría en la vida real, por ello, el castigado moribundo y magno, decide dotar de suerte al que nunca antes le sonrió, dotando con lo más preciado en una sociedad consumista lo más valorado.
Que la vida diera mil vueltas ya lo sabía Dickens, que era un pañuelo, también lo tenía asumidos. Y el asombro, la coincidencia que surte a largo plazo es lo que refleja, siendo los sentimientos la vía que mueve y conmueve, influenciando a los personas por optar de una forma u otra. Manipulados, malheridos, coaccionados y amenazados. Esa es la motivación que se brinda, que hace cambiar y destapar los ojos de una venda de humildad e inocencia.
Es la misma Miss Havisham quien sirve en primera instancia, de titiritera a su libre albedrío para poner la primera piedra jugando con los personajes para moldear conductas, es ella la que quita el corazón y pone hielo en su lugar. Es ella, la que resentida con la vida, es firme personaje el que escoge el escritor para apoyarse e intercambiar más de una palabra.
El discurso acaba en la providencia, transcurrido el tiempo desde 1812 a , aproximadamente 1840 el que va marcando el ritmo en un compás poco arbitrario, y deshaciendo el devastador y caótico principio, en un atado y bien atado buen final.
Sire
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