Monday, September 2, 2013

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Tarde fría de Febrero, con suspiros de aparentes caladas, de pronta noche. Las luces llevaban dadas algún tiempo, pero hasta pasado la mitad del ensayo no nos dimos cuenta de que afuera ya había oscurecido. El teatro era grande y por eso, los resentidos instrumentos sonaban por torpes dedos frígidos que solo se desenvolvían con gusto tras frotarse con el pantalón y hacerlos entrar un poco en calor.
La orquesta entera vestía de bufanda, menos los más valientes, como el concertino, arrogante y supino, prefería lucirse de pie haciendo brotar de sus cuerdas la magia y clase con la que sólo él sabía hacerlo.
Sentados estábamos esperando órdenes del director. Susurros entre atriles. Lápices que arañaban las partituras, devoradas por la vista, y traducidas por medio de una columna de armonía que conformaban un todo. Torreones que miraban al cielo y se esparcían por toda la sala, vacía. El debate entre los cabezas de turco servía de pausa sabática para unas enrojecidas yemas, no siendo la primera vez que habían dejado correr sangre por el mástil hasta el puente, si acaso no se secaba antes.

En uno de estos recreos aparecieron en el escenario los bailares del ballet. La obra, el Lago de los Cisnes de Tschaikovsky iba a interpretarse en un par de semanas, y ya quedaba perfeccionarlo y ponerlo en común acuerdo con la escuela de danza, aunque nuestro estresado conductor, con batuta en mano, lanzaba al aire varazos de azote intentando romper el ruido y conseguir el silencio. Cuando llegaron las damas, parece ser que se calmaron las intrépidas hormonas de jóvenes músicos veinteañeros.

Todos mirábamos las manos ancianas esperando la entrada. La alzada y un golpe seco en el vacío fueron suficientes para que todos entráramos a una. El ruego del arpa, fue formidable. Como la llama de un candil que a pesar de estar derretida o desgastada, sigue la mecha encendida, flamante, bailando sobre la cuerda carbonizada, vestida de azur y luz blanca.  Siempre llevaba un recogido en el pelo, como casi todas las violinistas y violonchelistas. Algunas hasta se ayudaban de un bolígrafo en caso de emergencia. Era espectacular aquel ecosistema. Pero ¡silencio!, ahí venían los bajos devorando el tiempo, apresurando su paso como elefantes, silbando el ocaso en un colchón sobre el que reposaban el resto de pájaros cantores. Mientras el director seguía balanceando sus brazos y dando sombra a las partituras. El ritmo se le iba, pero como la lección estaba más que aprendida, simplemente era un figurín que recordaba la intensidad de la pasión con la que debíamos tocar.

En sus posiciones estaban ya las “balletinas” haciendo ejercicios de calentamiento aunque algunas seguían con pasos nuestros andares. Los elegantes violonchelos vislumbraban con su voz, con la voz, igual a la de los hombres, a la de las mujeres que muchas otras veces habían emocionado a un público rebosante de expectación en aquel mismo teatro, desde siempre.

La directora de las señoritas pidió que cesáramos. Y bastó con un “desde el principio” para que se movieran hojas entre los atriles, se ajustaran los instrumentos y se afinara mientras algunas orejas buscaban el La exacto. Marcelo se fijó en una de las bailarinas, y no le quitó el ojo, de soslayo hasta que parase la interpretación de aquella introducción a escena que tanto lo estaba entusiasmando. Ella era rubia, y más que rubia, su pelo era platino, la tez clara y los labios de rojo carmesí. Muy delgadita y menuda, toda una bailarina profesional, un cisne que había salido a danzar y nadar por las orillas de aquel oscuro lago, de negra agua, como la noche.

Una vez acabado el ensayo, se retiraron los músicos de la orquesta, menos Marcelo que se hacía de rogar ordenando las partituras para el próximo día, mientras hacía verse ante la joven, Ninette, que se despedía de una compañera sobre el escenario. Su acento era ruso, pero no un ruso cualquiera, no del degradado bolchevismo, sino de la Rusia imperial, con la elegancia del mismo Tschaikovsky en la época de los zares. Entrecruzaron sus miradas con un hasta luego, pero no pasó nada más.

El joven salió, una vez cerrado el instrumento y se encendió un cigarro. Parecía que aquellas nubes hacían por chispear en el cielo de Madrid. Los flechazos a primera vista enloquecen y más en un músico, que no atiende a más razón que lo que su corazón le dicte. Por eso pensó en volver adentro, a buscarla, después de deshacer el tabaco, pero ya fue tarde. Porque para cuando quiso acordar ella estaba a su lado. Con ojos azules, grandes y pintados. Mirarla a ella era abordar en un vistazo toda la inmensidad del océano y sus majestuosos tesoros.

-          ¿Vamos?
-          Vale.


Y así empezaron su historia, como las cosas que no tienen mucho sentido. 

Lovelace

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