Tranquilo sigo tecleando la máquina de escribir sobre el escritorio. La campana que resuena en cada espacio y la tinta que sella en el papel la impronta de una letra. Testigo el tizón que como batuta saben orquestar la sinfonía de mis palabras. Releo lo redactado y vuelvo a empezar de nuevo mientras la Gymnopedie a lo lejos marca el compás del tiempo.
Ya parece que lo van llamando, el caballero que sin retraso vuelve cada día. Sin más sombra que la de mi deseo. Sin más templanza que su astucia. Sin más recuerdo que su ausencia. Vuelve como siempre a media noche, mientras las campanas de las altas torres tocan las doce, él se apoya en el quicio de la puerta mientras me pregunta en susurros al oído cómo me ha ido el día.
No le interesa. No se lo pienso contar, y rehúso de verlo mientras prefiero estar encargado de acabar el tormento que las notas del piano van calmando con el resonar en mis gastados tímpanos. Y me acaricia el cuello y me da sed de beber. Cada velada es un juego para él, en el que me ocupo de cambiar las reglas cada vez que se marcha.
En un tiempo lo engendró el sueño, siendo su madre la madrugada. Con alas finas de terciopelo volaba por todo el mundo apareciéndose en la imaginación de los hombres como un espejismo, y en la entelequia de las mujeres. Un día fue castigado por revelar secretos, y del Olimpo fue apartado, repudiado al mundo como ángel caído que ahora abraza con sus dedos mi costado mientras yo todavía sigo escribiendo.
Me aparto, me voy, te dejo. Pero te miro de soslayo dejando una sonrisa a medias. Él sigue en el quicio hasta que le permita entrada, para esas cosas siempre fue muy atento. Y sin embargo yo me levantaba, apagaba la luz para encender una tímida vela y dejar que el resto lo bañase la luna con el claro reflejo de su rostro.
Salí a tomar el viento, a depurar caladas al vacío mientras la brisa ininterrumpida peinaba los cabellos azabache algo despreocupados. Tiré la colilla y volví. Del quicio había desaparecido. Quizá se había aburrido y se hubiera marchado. Pero cuando entré ya estaba la cama deshecha y él desnudo enrollado entre las sábanas.
Las sombras del relieve de su cuerpo eran más marcadas con el blanco baño que la luna dejaba caer por la ventana. Un cuerpo apolíneo que deseaba ser querido aunque su profesión fuera la de querer. La Gymnopedie seguía sonando mientras yo me descamisaba y me desnudaba para dormir. Pero él nunca lo permitía, lo de dormir, el resto sí, cualquier vestigio sobraba. Un cuerpo a cuerpo, cada segundo más cerca hasta que se fundiese en mí su alma que era la virtud del sueño.
El olor a lilas, el azahar y canela, el sabor a menta con el que me despierto me recuerdan su presencia, a su lado de la cama siempre deja un ramito de hierbabuena.
Lovelace

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