Bañaba la naranja en chocolate, mientras sonreía con picardía intentando no mancharse. Le daba vueltas con sus manos finas de delicados dedos, uñas pulcras y yemas bien cuidadas. Muy ajeno a aquellos hombres de cortas morcillas rollizas con callos apoderados en la palma y una vejez acelerada en la robusta piel. No, la mano de aquel joven era de pianista, porque así debía de ser.
Cuando dejaba de gotear se la llevó con cuidado, muy desapegada del cuerpo hasta la dama que estaba tumbada sobre el diván, haciéndose la dormida. Acercó su cara para darle un beso, y cuando ella despertó al rozar sus labios, él le ofreció la naranja a la que le pegaba pequeños mordisquitos mientras el dulce caía por su pecho, bajo el collar, derritiéndose y nutriendo sus senos como gotitas de oscuro oro. Un bocado le dio él y otro ella hasta que el juego se acabó fusionándose las dos lenguas entrecruzando un mismo sentido.
Vestía de un traslucido camisón que se ceñía a su cuerpo. Una bata corta que dejaba ver la desnudez de sus largas piernas blancas y su esbelto cuerpo de bailarina. Las ondas de su castaño pelo colgaban sobre los hombros y sus pulseras adornaban con plata de ley el recuerdo de todos los amantes que tenía, uno para cada brazalete que con decoro exhibía.
Había vino sobre la mesa y de las dos copas, una manchada de pintalabios en el borde. Luz tenue entraba al atardecer por el balcón. Anaranjada, frágil y moribunda, incendiando con su llanto los últimos suspiros antes de su muerte. Él se echó para atrás mientras la bailarina se sentaba sobre él uniendo su cuerpo por los rectos brazos que le agarraban los hombros.
Se escuchaba de fondo el ruso vals, sereno y suave. El mismo que ella danzaba el día que él acudió al teatro a trabajar entre bambalinas, en medio del escenario. La vio como un ave, como el cisne que interpretaba, con la timidez alada que suponía nadar sobre un frío lago dantesco, frígido y oscuro, mientras la melodía sonaba.
Fueron cómplices miradas, causales e inofensivas las que premeditaron aquellos corazones que, de haberlo sabido, hubieran hecho de los camerinos, el nido placer de sus emociones. Ella reía mientras él le acariciaba el cuello. Sus senos eran esferas perfectas que cualquier hombre hubiese deseado cobijar entre abrazos. Exploró toda su geografía y mimó su ser. Le dio cariño y confianza. La hizo reina para alzarla hasta los altares como diosa en aquella fugitiva noche, cuya madrugada había relevado sin permiso. Él dormía creyendo que la abrazaba y ella mientras dejaba su melena, alejada de él, volar al viento mientras se consumaban sus perspectivas, sus esperanzas.
La música ya había desaparecido y solo quedaba el ruido de su conciencia junto el chirriar de un grillo en la ventana. Ella miraba a la atenta calle donde solo paseaban las sombras de prófugas víctimas del alcohol y la heroína. Se miró en un espejo de mano que había sobre el escritorio y vio su tristeza. Lo que la mataba por dentro. Su ira, su rabia. Había intentado saciarse con la pasión que un caballero le causaba, pero no era suficiente. Había perdido mucho tiempo y solo podía remediarse empezando de nuevo. Sus ojos explotaron en lágrimas que barrieron la pintura que llevaba en los ojos de la actuación.
Había que empezar de nuevo. Giró la cara y lo vio allí, durmiendo, al ángel con el que había consumado y la había colmado de felicidad durante unos instantes, sin querer nada a cambio. Se puso la gabardina esturreada en las espaldas de una silla y le dio un beso en la frente. Entonces salió sin hacer apenas ruido, como las bailarinas de ballet solo sabían hacer. Después de aquella noche ningún teatro colgaba el nombre de la joven Ninette. La oscuridad había silenciado su paso y las estrellas eran las únicas que guardaban su secreto.
Lovelace

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