Pasea mientras un capricho de pronto atormenta. Hierve el café hecho agua y rápidos hielos que se derriten como barcos varados, al amparo de las olas que no cesan de acariciarles la popa, hasta pudrir la cubierta y carcomer sus entrañas.
Pasear y llegar por la gruta a la morada altiva, donde esperaba, como una baraja de cartas, a que los jugadores se sentaran poniendo sus manos sobre ellas. Pero mejor fue la idea creativa de rememorar las buenas costumbres de antigua usanza, dándole un dulce a la atmósfera y rondando de encanto el eterno vacío de una tierra arcilla. [Retomo los pasos que un día anduve]
La mesa vestía un mantel rojo a cuadros, vino de Valdepeñas y las dos claras con rebosante suave espuma que mojaba los labios en el gusto más agrio del limón. En mi copa se consumía poco a poco la botella descolchada, en mi paladar el amargo licor que desde el génesis al Apocalipsis baña cada hoja de las sagradas escrituras. Caía por mi garganta con cada trago, mientras el Sol se escondía tintando de naranjas los blancos muros de aquella terraza, arañada por prófugas sombras que intentaban alargarse débilmente hasta que se confundían con la noche.
Las montañas abrazaban la ciudad, envolviéndola con sus manos protegiéndolas del viento, pues el que pasaba era una cascada de brisas que hacían bailar a la llama incandescente que lucía so la torpe vela. Ágil temblor toreaba al céfiro. Y se desvanecía ante el fuerte, pero revivía contra el débil, dejando la negra mecha soltar su triste humo.
La música brillaba con el ocaso. Grieg era el maestro de ceremonias al que se anteponía un Sibelius desconectado y un grandioso Falla regocijando en un selecto ambiente la velada con las melodías de los jardines de España. Entonces sucumbió la conversación de la providencia, la que nos había llevado hasta aquel instante de elixir en el que apreciaba un poco ensordecido cómo nacían las chimeneas de la tierra, el cómo de las casas bajas y el desnivel del terreno. Desde el altiplano roía en mi oído el sonar de las voces de mis ladies, cálidas y amables, hogareñas y seductoras, ilusionadas y entretenidas. Preguntas con respuestas, risas ligadas a carcajadas y moribundos comentarios que sucumbían las curiosidades. Era la noche perfecta que empezó con un café en la plaza. Con un sol castizo que coloreaba la tez pálida en morena y ya había muerto, para renacer a las pocas horas rayando la espesura de la penumbra celestial.
Parecía el cielo vacío, tan negro, pero fijarte hace que las timoratas estrellas vayan apareciendo conforme sus hermanas se desvelan. No había luna que las guiara, pero ellas ya eran expertas en mostrarse a las pupilas de las damas y caballeros de la camarilla por su súbita inocencia. Al poco, Dionisio mandó un rayo, una voz se escuchó en la calle y las ninfas mandadas por él mismo cobijaron la responsabilidad de ser fieles a su presencia, escalando por los fueros hasta llegar al Parnaso, al tinglado parisino que en breves caladas tornaba en un estilo bohemio. El flash fue protagonista de retratar el momento: de un falso beso, de una amable caricia, de un fraternal abrazo y de las miradas confidentes que entre sonrisas dialogaban.
La madre natura y la comuna fueron hermanas en aquel harén que apaciguó los ánimos y los serenó. Mientras el caballero su media botella había bebido, y las risas, entre los dientes, se escapaban solas. La música había empobrecido su glamour, muy distante a o que se vivía, ronroneaba los éxitos de la década de los ochenta una radio moribunda. Una maravillosa velada, sin lugar a dudas, digna y hermosa, como cada cual de las damas que la compartieron conmigo.
Lovelace

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