El sabor llenaba el apetito vacío en aquel salón donde se entonaba un cántico de preludio con los primeros rayos del ocaso. Luces tenues que hacían el amago a la oscuridad. Un relevo que se sucedía día tras día y gustosos quedaban los amables y expectantes ojos que todavía tenían osadía de asombrarse de la belleza natural. Banquete amenizado por el paisaje, que desde lo alto de la colina divisa cualquier punto del valle y de la vega. Ciudad que se inunda al poco de silencio, de luces tímidas que parpadean y alumbran formando hileras de anaranjados puntos ante el horizonte.
Retirarse y acercarse por el sendero entre matorrales y cipreses a un pequeño mirador. Sentir el tacto de la tierra y de la hierba, que brota por primavera. Escuchar de fondo alguna voz ajena que desaparece al instante, tras encontrar respuesta. Y no se necesita de más para quedar en soledad, a pesar de estar rodeado de mucha gente.
La tórtola que mece el árbol cuando echa al vuelo hace sombras en el cielo como el resto de gorriones alborotados. No veía como en mi ciudad, ésta, aun siendo cercana, era muy distinta. El espectáculo era muy distinto, allí reinaba el vuelo fino de la golondrina, que trazaba y rayaba el cielo tornándose de nacientes dorados por el brillo a prófugas y oscuras sombras que se mezclaban con la noche. Los ocasos y atardeceres son homenajes rebosantes de belleza que no mucha gente tiene la capacidad de prestar la atención que merecen. Son regalos al esfuerzo de una jornada plena, llena de tristezas y alegrías, pesares o ni que decir tiene de cansancios que poco a poco nos invitan a reposar buscando el descanso.
Nubes rosadas que cubren ese sol finito rojizo deslizando su poderosa luz sobre ellos. Torrentes que inundan y ponen marco a una bella estampa. El quattrocento, cinquecento, las algodonadas y difusas cúpulas y altas bóvedas que Miguel Ángel imitó con trazo perfecto. Botticelli, Rafaello, ángeles que encuadran, como quizá con un poco de imaginación se podrían ver, toda la corte celestial en aquellos mágicos y efímeros momentos que se da al morir la tarde, cubriendo de fúnebre crespón y luto manto el día, hasta que renace con el amanecer. Se cubre poco a poco y aguarda, escondida magna bola de fuego tras las colinas que cambian el horizonte de línea recta, por sensuales elevaciones en el espacio. Mítica arquitectura al fondo, allá, en lo alto del penacho por donde se sumerge el sol, cuya sombra recuerda y deja al viento un sabor exótico y de oriente, recordando la proximidad de un todo que inútil y torpemente osamos dividir. Poco a poco se va, y mientras más grana es la tarde, siendo sangre el reflejo de las nubes, al otro ya está el malva oscuro postrándose sobre los pueblos de la vega, sobre la inmensa ciudad que se expande de edificios hasta donde alcanza la vista. Ya queda menos para que acabe este espectáculo que solo unos pocos tuvieron el privilegio de reconocer, de apreciar, y de agradecer.
Sire
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