Wednesday, May 8, 2013

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Fuimos los más odiados de toda Europa por nuestros vecinos. Si aquí se practica la envidia, ni que decir tiene en el resto del mundo, que nos declaró la guerra en un pasado por ser grandes. A decir verdad, nos ajustamos demasiado a la frase de Calígula: Que me odien, con tal de que me teman. Y no había otra realidad.

La leyenda negra, nacida desde la Baja Edad Media, creada de la venganza y hastío hacia la civilización que poblaba la península ibérica, probablemente naciese en Italia. Todos los pueblos tuvieron de sobra justificación para no llevarse bien con nosotros: los descendientes del imperio romano porque nos pertenecía, básicamente: primero llevaron un sentimiento antiaragonés y cuando pasó a depender de Castilla, pues anticastellano.

Alemania, gracias a Lutero, por cuestiones de fe, pero por el mismo miedo que se lo comía ante la posible invasión de Carlos V o el imperio Otomano. Los judíos por su expulsión, los Países Bajos porque no conseguían su independencia, e Inglaterra por la armada invencible que le mandamos y tener complejo de inferioridad.

Con Francia siempre estaba la guerra servida, porque el roce hace el cariño, al igual que Portugal, pero ésta última no era plato fuerte. Y pasando el océano, nuestra Hispanoamérica a fin de cuentas, no fuimos de últimas santo de su devoción, sobre todo en el Caribe, donde en Haití los negros se cargaron a todos los blancos –dicho feamente- y Cuba se unió al enemigo americano para lograr un frustrado protectorado con ellos. Efectivamente, existe eso de criar cuervos para que te saquen los ojos.

No fuimos tan buenos como para ir predicando el nombre de Dios, pero hay también que afirmar que todo ello nos pasó factura, cuando el laurel de Hispania empezó a marchitarse y no lucir con el esplendor de los Austrias. La guerra colonial, de Independencia, más no antes la de Sucesión. Los Borbones nos costaron caros perdiendo un tercio de toda la soberanía terrenal y marítima que habíamos hecho nuestra en las conquistas. En cambio, evangelizamos el mundo, y si alguna deuda tuviésemos pendiente con el Vaticano, todavía estaría por deber el haberle allanado el terreno de fieles devotos. Pero como dijo el Conde Duque de Olivares: “Dios es español y está con nosotros” así que, paisano divino, no te preocupes, que invita la casa.


Sin embargo, aunque ese odio persista, como el pensamiento de los países del Norte de Europa de hastío hacia la brecha mediterránea, es difícil quitar prototipos y etiquetas que vienen de antaño. Quizá se podría transformar y cambiar la imagen de pobres y folclóricos ¿pero, de verdad eso queremos? Si de algo peca la historia es de ser cíclica y todos nosotros con el orgullo que nos presta el sentimiento patriótico preferimos ser odiados con tal de temidos. El español puede ser muy sonriente, pero cuando se le echa mano de una apuesta no esperen que vaya de pobre, sabe poner el listón alto y saber cuando echar los ases guardados en la manga, o sino, a lo que decía Geofrey Chaucer, escritor británico y autor de los Cuentos de Canterbury: “el español es el que muestra una amplia sonrisa en la cara mientras de su gabardina, saca sigilosamente el cuchillo con el que apuñalarte.”

Todavía se sigue inculcando en la enseñanza europea la literatura que contempla la leyenda negra, como en el Reino Unido, que ponen a disposición de los estudiantes todo el conocimiento a saber en contra de Felipe II. O en Francia, de cuando vinieron a por lana y salieron esquilados. Sin lugar a dudas de esta crisis se puede vislumbrar dos importantes cosas: que en la Unión Europea no existe solidaridad, que era el principal valor con el que se constituía; y que los países aparentemente fuertes intentan saciar su rivalidad en estos tiempos, aprovechando la desventaja y atacando a como a este lado del continente nos hacen llamarnos pigs (Portugal, Italia, Grecia, Spain). Saquen sus propias conclusiones de lo que me invento o me dejo de inventar, de lo que defiendo o ataco, pero sin lugar a dudas, hay que ser agradecido en esta vida, y sentirse bien con la tierra que te da de comer, a pesar de estar gobernada por mangantes. 

Sire

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