CAPÍTULO 3
Quizá quieran saber algo de mí, de la vida de un servidor que narra fielmente lo que vio en aquellos días, y gracias le doy al tiempo de que todo aquello pasase, que yo pudiese verlo y que ahora pueda contarlo.
Por aquel tiempo era un muchacho, que corría vida similar a la del joven Miguel. Huérfano yo y gitano, fui adoptado por una familia de gente acomodada, sin hijos, mi pae y mi mae me recogieron cuando yo tenía ocho años, y de ahí para atrás vivía con mis abuelos, pero ya mayores no podían hacerse cargo de mí, ni yo cargo de ellos, y que Dios los tenga en su gloria. Muchas veces me acuerdo de ellos, y de mis paes, del pa gachón y la mare mía que tanto me quería. Ay… cómo pasan los años, como pasa el triste tiempo envuelto en un cielo gris, cómo se sucede todo. Fueron muertos, culpados de un robo y ajusticiados mis pobres inocentes, cuando fueron otros payos los que lo hicieron. Aun así, la vida tuvo la osadía de sonreírme con esa ironía y de encontrarme una familia que me quisiera tanto o más como la que ya tenía. Espero que descansen, y ya creo que así lo harán. Dicen que existe paz en los verdes campos del Edén, y sin más remedio, habrá que morirse para averiguarlo.
Pues ocho años contaba yo, un gitanillo moreno saltarín, un arrebato en casa de mis nuevos padres, los que lucharon como nadie para que yo fuera feliz, y eso era difícil con el historial en la espalda pesando. A mí no me gustaba la escuela, ni los estudios, y a decir verdad, trabajar tampoco. Mi padre era persona de campo y mi madre una de las doncellas que había en la casa de los señores Condes, pero, les digo yo, que honrada como ninguna otra, pues las que había allí le gustaba sacar los trapos sucios y marujonear, inventando y liando, aburridas arpías, mientras que mi mae era sencilla y humilde, hacía sus horas y a casa a cuidar de su familia. Decían las mujeres de ahora que quieren trabajar también, ¿acaso antes no podían? Tiempos locos corríamos antes, y corremos ahora, quizá sea esa la gracia que tiene el vivir, que no paras de sorprenderte en cómo se inventa y reinventa por salir a la calle y protestar.
El caso era que a mí no me gustaba trabajar, yo era más de coger una guitarrilla y hacerla mía como tantas mujeres pasaron por mis brazos. De verdad que a mi mae la volvía loca con tanta mozuela, y es que yo era muy avivao pa tanta mocica. Decían que mi padre primero, el gitano, podía haber sido Antonio Vargas Heredia, algún hijo bastardo yo de ese hombre de copla, pues era yo bueno y guapo, pero honrado.
Cuando mi madre quiso mezclarme con los mozuelos de mi quinta, tan presumidos, tan peripuestos y sin embargo garrulos, miren, que yo prefería estar con la jauría de galgos de mi pae “Pepe el campero” a juntarme con esos condenados que por mucho que fueran a misa no tenían alma alguna.
Como les decía, lo que más me gustaba a mí era coger las temporadas de verano en las que me iba a Granada, con mis primos que vivían en el Sacro-monte, allá por el Alto Albaycín. Mi pae Pepe me dejaba ir allí, pues yo me dejaba sacrificar por aquellas carreteras de polvo asesino, con un sol de justicia más que injusta, que quemaba hasta los mismos alacranes que aparecían entre las rocas del camino. Cuando llegaba la cueva se llenaba de música y flamenco. Granada sin lugar a dudas, era una de las ciudades más hermosas que había visto en mi corta vida, de toda Andalucía por lo menos. Me sinceraré diciéndoles que nací cordobés, de adopción sevillana y con el corazón entre Cái y Graná. Cuando llegaba siempre era al alba, pues el mulero con el que viajaba era muy de madrugar, y un poco ciego, quizá por eso le gustase más bien emprender rumbo por las noches para no tropezarse con nadie. La sierra que coronaba la ciudad siempre estaba cubierta de nieve, con su brillo de fina plata. Los secos montes daban juego con el verdor de los cármenes que se esparcían en hilera a la vera del empedrado sendero por donde tropezaba la mula. No solía bajar abajo, a la ciudad me refiero, sino que directamente iba al pequeño poblao de paisanos que tan familiares me eran. Algunas veces sí que bajaba a Los gitanos estábamos en todas partes, pero nosotros, éramos muy distintos al resto. Ellos eran más de moverse y mudarse, del ferial y venta. En cambio, Andalucía, esta tierra mía, supo acoger a mis criaturas y de este modo, echaron raíces creando un escaparate del folclore más arraigado cañí.
Vivíamos como pobres, éramos pobres. Pero como yo prefiero decir, humildes. Quizá fuera el más inteligente de todos ellos, que no sabían ni leer ni escribir, cosa que yo sí. Y entendía de política, de literatura y sobre todo me gustaba la historia. Todo eso lo aprendía en la escuela, a fuerza de buenos palos que me metía el maestro, un cojo de mala garrota, que si rechistabas cojo te ibas también a tu casa. Pero bueno, no era necesario saber mucho para dormir en el suelo, pues el colchón era para el patriarca. Las paredes muy encaladas y diez metidos en una misma habitación. Nadie podía quedarse fuera, pues todos, el Sacro Monte entero era familia, aunque no lo fuera, pero si Dios decía que todos éramos hermanos, más hermanos éramos los gitanos.
El arte se desparramaba por el cerro, inundando Granada entera. Pepe Amaya ya ponía el baile con unas ganas que sin palabras dejaba al verlo. No habría Quintero, León ni Quiroga, pero la copla estaba servida. Porque brotaba como la primavera del mismo corazón humano y bandío que contaba más que dos cosas dichas de buena fe. Las jarchas modernas como yo decía, para aprenderme la edad media. Tampoco teníamos Lola Flores, y por falta, ni Francisco Alegre, ni plaza de Toros en Granada, sí sí, aquella fue mucho después, la nueva me refiero. Habían matado a Dato para cuando se construyó. Pero miren ustedes, la solera y la gracia cordobesa no me la quitaba nadie, y allí, mirando la Alhambra era lo más maravilloso que me hacía evadirme de cualquier dolor que sufriera. La que sí cantábamos era la bien pagá, me encantaba, claro está, muy primitiva a como Perelló la compuso, pero la esencia de las rameras, o más bien, recogidas, estaba impregnada en la maltrecha capital, que era tan terca y pesimista como ella sola.
Mi madre, la doncella que trabajaba en casa de los Condes, señá Julia, no le gustaba que viajase a Granada. Decía que allí me asalvajaba, que luego me costaba retomar los estudios. Y es que yo se lo decía, que los estudios me habían costado siempre, sobre todo con la garrota dándome, ahora que, si le digo algo de lo sinvergüenza que era el maestro, mi madre me quería mucho, pero una buena torta si que me hubiese llevado conforme me quejaba. Igual que ahora, que con el general nadie rechista. Obviamente tenía la piel más morena que el resto de señoricos, y a pesar de formar parte de una familia “castellana” y modesta, los atroces eran ellos, que crueles me reprochaban que mi madre no era mi madre, ni padre mi padre. ¡Vaya, que hasta lo decían cantando y todo los granujas! Como si no supiera tal cosa, pero por educación, la que yo sí tenía y ellos no, callaba, que ande yo caliente, ríase la gente.
Clara era un poco mayor que yo, pero de guapa y joven, cualquier cosa se le perdonaba. La señá condesa le tenía recelo a mi madre por haber adoptado a un gitano, y en el fondo lástima por el martirio que le tocaba, pero yo creo, que eso que decía no era muy verdad, pues lástima sentía al verme con mi madre feliz, cosa que yo a su hija nunca la vi. De vez en cuando me hacía de querer, y hasta con buenas palabras me hablaba la de Buensuceso, y cuando triste veía a la señorita Clara, yo cogía mi guitarra a escondidas y la tocaba para que se alegrara, pues la música hace bailar a las piedras, ahí donde las veis.
No debí de tocarla aquella noche cuando salido el sereno regresaba a casa. Jamás olvidaré aquella madrugada tan cálida en la que hasta las golondrinas estaban desesperadas. Embrujada y fugaz en la que se colmaron muchos deseos. Yo había visto veces la luna, pero ninguna tan hermosa como ella, la que me recordaba a mí mismo, cuando muchas veces, por muy oscuro que estuviese el día, y negros los gatos, yo alegraba la existencia a tanta gente desagradecida que se podrían por dentro, como la carcoma, con sus propios pecados. La felicidad es un pensamiento, y la guapesa un estado de ánimo. Sea esa la única razón de mi genética.
0 comments:
Post a Comment