Monday, May 20, 2013

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CAPÍTULO 5

Parte primera

Aquella tarde Sevilla se puso toda amarilla, quebraíta de color. Neblina en el ocaso. Atardeceres desde Triana que se suceden mientras la sombra de la Giraldacada vez es más alargada. Un manto de claroscuros se posa sobre los tejados de mi mítica ciudad de rojas tejas y encaladas fachadas, naciendo gatos pardos en la oscuridad.
Triste día fuera aquel, al que me acerqué a la casa del número 8, donde se posaban las elegantes palomas burlonas, mientras dejaban sus patitas entremezclarse con el verdor de un musgo que renace con cada lluvia.
Alaridos eran los que salían de aquel ventanal. Sufrida desilusión que moría marchita tan solo de pensarlo. Ay mi niña Clara, que la noticia le dio una mala mañana, para el resto de vida. Valientes pecados que hacen que te arrepientas aunque tengas razón y los demás no la reconozcan. Valientes palabras y acciones las que sí creen hacer un bien a base de nefastos medios, con tal de la conclusa que sin pena ni gloria llega sin más.

Aquel fue un día triste. Para cuando yo llegué al patio, bajo su ventana, ella estaba calmada en el alféizar. Ida de sí, con una vista perdida que me miraba, como las estatuas que se fijan en tu efigie y sin pupilas te observan. No era un día para guitarras, sino para silencios, silencios de luto que reclamaba el mismo viento, que respetaba el sol, los pájaros y la arboleda. La alegría la dejé en la puerta, para qué la quería si nadie la había llamado. Alegría callada, silencio…shhh… el agua de la fuente caía sorda, e incluso los planetas se pararon por tal de unirse al esbozo. Su cuerpo parecía dormir petrificado. Sus ojos hinchados enrojecidos. Ay mi niña Clara, cuánto sufrir se estaba llevando, con lo guapa y buena que era.
No me atreví a preguntar, pero sí a estar allí con ella, callados ambos. Su piel se volvía gris y sus labios más que morados. Violetas. Como los atardeceres de un triste día. Ella quedaba a la sombra, pero todavía el sol se dejaba ver y penetraba por los adoquines y blanqueados muros.

-Salte mi niña al sol. Sálgase y respire el olor a azahar. Venga con alguien, conmigo mismo, que yo la arropo de la tímida brisa. Venga por el amor de Dios y no llore más.

-Ay, ay

-¿Qué le pasa? ¿Qué le traigo? ¿A quién llamo? ¿Qué hago?

-Ay, ay…

Yo quería saber, y cuatro suspiros me respondió, de los que nadie entiende. Más bien yo sí supe cómo interpretarlos. Y sin esperar más trepé colgado de las rejas hasta que llegué hasta ella. La noticia más que sobrante de infortunio rebosaba sobre aquella carta que descansaba en la cama deshecha. Un cuarto roto, jarrones hechos trizas, añicos, como su corazón, en el que aquellas palabras lo convirtieron. Yo sabía leer, no como otros muchos calés, porque mi mare se empeñaba en que fuera a la escuela, aunque poco aprendiera. Pues con un periódico de esos que ya dejan tirados en los bancos se aprende más de lo que pasa que los cuadernos malhechos, deshechos por niños que los destrozaron con tal de parecer estudiosos.

La carta decía la mala nueva, de que el niño Miguel había muerto en el convento. Se la habían tirado en el suelo mientras ella estaba mirando por la ventana a la mañana temprano. Mandadas las canallas doncellas de cogerle toda la ropa negra para que no vistiera el luto, pues aquello fue para más sufrir de mi niña Clara. Las horas encerradas se sucedían desde hace mucho tiempo, pero éstas últimas la habían envenenado por completo. Un espejo roto incluso del que me percaté, con tal de dar fin a su vida con un pedacito de su imagen reflejada.

-Ay, ay, ay….

-¿Qué le pasa señorita Clara?

Cayó rendida al suelo. Era demasiado para ella, por muy fuerte que hubiera sido, ya era una broma pesada en la que habían convertido toda la parafernalia. Y de colmo no dejar ver a su niño muerto. Imperdonable. ¿Quiénes son los cristianos? ¿Quiénes son los dignos señores de Buensuceso? Ay, ahora el que suspira soy yo, que estuve a su lado hasta que escuché pasos hacia el dormitorio, y para cuando abrieron la puerta yo ya había desaparecido. Necesitaba irme de mí, ya estaba más que frustrado. Impotencia. Hubiera matado al conde con la faca al verlo, pero ¿de qué serviría?  Si entre todos la mataron, y ella sola se murió. Ahogada en sus pesares con las lágrimas que inundaban y convertían en un mar sin orillas su fina estampa.

El amor te quita el sueño. Te envenena y mueve, aloquece sin condolencias. Te deja a expensas de un alimento que al principio tiene forma de palabras. Un hambriento que llora por una contestación. Unos ojos que miran el campo, teniendo el cielo de fondo su cara. Un ataúd que entierra un cuerpo y dos corazones.

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