Tuesday, May 14, 2013

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CAPÍTULO 4

Había pasado el tiempo de aquel triste día que murió añil. Malditas lágrimas llenas de odio las que amargaban el rostro de la joven clara que quedó encerrada entre muros, pues ida estaba su mente, fugitiva por lo ocurrido. Oía a niños llorar y ella de estruendo lloraba, gritaba: alaridos que se sucedían con los gritos de su garganta. Era la infeliz muchacha una pobre desquiciada que ni comía ni bebía, y por pocas desfallece.

Hacía tiempo que no la veía y por mucho que preguntase a mi mare, ella tampoco tenía respuesta. En la casa es como si se hubiesen olvidado de ella por completo, a pesar de estar allí. No hablaba con nadie me decían. Enmudeció, se le olvidó el hablar, dijo el médico alarmado, la última vez que la vio allá por el mes pasado. La madre en la comida le ponía una guindilla, para que rabiase si acaso comía, y yo me huelo que ella eso sabía y no le daba por comer: ay, pobre, mi niña Clara.



Estábamos entrados en los primeros años del nuevo siglo, una época de festejo, un Abril que relucía con locura, el gentío que abundaba en el Prado de San Sebastián, allá iban los burgueses, allá iba el populacho sevillano, al ferial que montaban por estas fechas. Muchas veces aprovechaba para ir con mi guitarra a cantar y tocar, y si tenía suerte, en alguna caseta me contrataban y esas pesetillas que me llevaba. Un día, por bulerías y rumbas junto con un par de amigos míos Pepe Heredia y Miguel el de la Rufi estábamos en el ferial el primer día, que es cuando se pasean todos los señoricos y echan alguna monedilla al personal, en esto, bien entrada la noche, que viera yo a los señores Condes de Buensuceso. No podía creerlo. Iban los dos, con unos amigos, y si falto no estuviera de algo de vista diría que era la familia del otro empresario amigo con el que ha montado el Conde el negocio de la venta. Y desfilaron por La Pasarela, vaya que si desfilaron, de largo, muy entretenidos. Que entre vinillo y vinillo se hacía temprana la velada, ya fueran las once de la noche o las tres de la madrugada. El señor Conde iba arreglado, como acostumbra, con su bigotillo bien tieso y los zapatos manchados del albero, y la señá condesa, esa sí que lucía, pues parece ser que se echó una temporada al buen comer y se tapaba con el mantón el sobrante que le colgaba de la espalda, cogiéndose por la pechera con una flor colorá en el moño. Vaya par de esperpentos. Pero quejar no me quejo, y criticar no critico, pues son los que le dan la renta a mi mare, que pueda pagarme el comer no como muchos otros, que los pobres no tenían ni donde caer muertos.

Aproveché a los cinco minutos para llamar a mi compae, con un silbido: ¡¡Pisha!! Eh!! ¡¡Ven acá pa acá!! Dale al cante con la guitarra, y eh, despacico y sin ansia, me la cuidas, que no es mía.
En esto que yo cogí y me escapé de allí guardando del lote recogido lo pertinente y como las golondrinas, eché a volar. Igual de negras en la noche, con el frescor que desprendía el romper de las aguas verdes del río. Era bueno adentrándome por una algarabía de calles vacías. El sereno a veces aparecía, y yo me escondía, que no quería que me viese. Menos complicaciones, que si no se ponía a preguntar la ida, la vuelta y que si iba a comprar el pan por la mañana. Me gustaba ser libre, como ven, yo hijo de mi Andalucía, pero entera, que Sevilla se me quedaba chica.

Tiraba por la Real Fábrica de Tabacos donde muchas veces se veía a Carmencilla después de la hora de la siesta, muy gustosa y exquisita, gitana con garra y simpatía, que algún día, si Dios quisiera, me la camelaría. Morena, con gracia fina y solera, muy avivá y con pesqui. Esa era Carmen, mi Carmen, muy distinta a las demás, una historia aparte que contar.

A poco estaba yo de llegar al palacete de los señores Condes, pero un poco más largo se me hizo el camino, pues como ustedes comprenderán era feria, y entre cuplé, sevillana, bulería o lo que fuera, la botella de vino no podía faltar, que los otros dos eran muy vergonzúos a diferencia de mí que era descarado como yo solo. Si tenía que decir algo lo decía, que no me importaba, que más vale fuera que no dentro. O como decían muchas flamenquitas “lo que se ve se luce, y lo que no se pudre”. Y mira que yo me reía de ellas, aunque me pareciera muy bien que se vistiesen enseñando, bueno, enseñando, todo con moderación, pero para lo permitido casi rozaban lo que estaba fuera de la ley, y yo les decía: ¿Marranas, os vais a excusar con esas baratas palabras? Entonces las dejaba con esas boquillas bien pintás, callaícas. Y mira que me gustaba callarlas, que se tapasen con el abanico de la vergüenza y se fueran. ¡Anda anda! Luego a misa, a rezar todos los días con sus madres, con el velo bien tapaditas. Para que ustedes vean, de qué sirve la hipocresía.

Crucé y me salté la verja entrando al patio, pues a esa hora ya estaba cerrada la cancela de hierro forjado y todas las luces apagadas. Un patio que daba la vuelta a la casa, salpicado por todas partes de flores –rosas y claveles, de todos colores, que no lo soñaba mejor ni un pintor-, y llegaba a una fuentecilla en medio, centrada, con un surtidor, que pues se veía la ventana con arcos donde se supone que estaba la dolorosa. Años habían pasado, y todavía seguía igual, ¿Qué clase de dolor tendría, que no había medicina que la curase? Yo pocas veces me ponía malo, y si me entraban fuertes fiebres reposaba en la cama, con lo poco que me gustaba, y me tomaba caldicos que mi madre preparaba. Pero ésta, exenta de cuidados, qué iba a ser, si necesitaba que alguien la mimase. El tal Rodrigo del que cayó enamorada la señorita Clara estaba en el norte, y nada quería saber de ella, por mucho que pensase e inventase el rostro que ya su mente había olvidado. Yo no sabía de ciencia ninguna, pero sí de música. En tiempos revueltos la gente canta mucho, que es una manera de espantar el miedo, las preocupaciones. En España la música es tan importante como el pan. O por lo menos, para mí, la canción, el cantar, me ha defendido de muchas cosas. Así que postrado en la penumbra, junto con el alegre olor a azahar y el sonido del agua infinita cayendo sobre sí misma, esperaba a ver si algún mal le acechaba a la señorita, que si algún ruido extraño escuchara escalaba por la piedra y el ladrillo hasta llegar a su cuarto y socorrerla. Éramos amigos de siempre, criados separados pero siempre cómplices de muchas de nuestras trastadas, o las suyas, que siempre me las llevaba yo el cobrarlas.

En un repentino instante se abriera la ventana de la alcoba. De camisón blanco y pelo lacio, muy cambiada, miraba la hermosura de la luna. Y de reojo a mí. Parecía ser que tenía custodia de una de las doncellas, que al no estar los padres la habían mandado aguardar de locuras a su hija, y por eso no me miraba con otra fuerza distinta a la de soslayo. Entonces me levanté con disimulo y me acerqué a donde me bañara el brillo de la luna.

-Dime por qué tienes carita de pena. ¿Qué tienes niña siendo santa y buena? Cuéntame lo que a ti te pasa, dime lo que tienes, ay, reina de esta casa.

Y otra vez caían gotas sobre el alféizar de la ventana. Gotas amargas que de probarlas de agonía morías, pues ese sabor mudo era el mal de un corazón roto, hecho añicos. ¡Bandidos! ¡Judíos! Que le quitaron a su niño por prestigio, por apariencia, pensar que en el nombre de Dios tuvimos la osadía de cambiar el brillo de la paz por la pesadilla de la guerra… Me alegro de ser distinto, de no ser tan igual. De poder reposar la cabeza sobre una conciencia tranquila, y no como la que tienen tantos y tantos como los que danzaban toscos y tomados por la Feriade Sevilla.
Danzaban las rosas tempranas con el viento de aquella noche, y entonces yo empecé a cantar. Ella puso los codos al filo y poco a poco se recostó en el derrame de arcilla. Por aquel entonces, estaba la copla naciendo, como tal. Los cuplés, las tonadillas eran muy conocidas, pero lo nuevo enganchaba. La crítica a una sociedad que presume de lo que carece. De respeto quizá, de elegancia. Bueno, elegante era yo, que sabía moverme y no como otros que de chulapos parecían herreros en la fragua. Pero sí que era una buena manifestación popular para decir lo que se sentía, lo que se quería y se debía decir. Una novela convertida en canción, el arte nutrido como espectáculo.

Cuando estoy triste, rara es la vez, no puedo parar de cantar, para espantar, pero llantos y elegías que me convenzan de que más triste se puede estar y que en pozos más profundos ahondan otros. Alegrar la cara y acabar riendo. Eso es lo que me pasaba, que no podía llorar, porque me salía la risa y no había manera de aguantarla. Que yo tuviera simpatía por trasladarle aquello a mi niña Clara, que tuviera arte para robarle las penas, hacerlas mías y cambiárselas por alegrías. Ay, qué no daría yo.
Así que empecé una cosa conocida, del entonces, de un tal Álvarez Alonso, melodía que ardía con la metralla entre los cafés cantantes y de marineros.

Una danza sin letra, y qué sabía yo, que si no la sabía, me la inventaba, como si no supiese hacer rima. Como la hacía Lope de Vega contando lo que era un soneto. Algo movidito el compás del pasodoble. Y suspiros me lanzaba, suspiros… como los suspiros de España que yo le tocaba. Creo que yo, la más apenada versión hiciera. Alguna nota aguda para que se alegrase, y tímida sonrisa me lanzaba mi niña. Ya se la veía mejor cara, menos mal, con lo guapa que era, con lo linda y delicada, y la estaban dejando marchitar los canallas. Ay que cogiera yo la faca de “El campero” y me quitaba de en medio a unos cuantos, pero que no, que yo no soy un criminal como ellos, ni maleante.

Para despedirme arranqué un clavel entre las tantas clavellinas que había en el patio albergando tiestos y fugaz se lo lancé, sin romper la sonora agua ni el dulce aroma a azahar. Al vuelo Clara lo cogió y se lo llevó a la boca, como de pequeños hacíamos cuando jugábamos. Se escucharon ruidos. Los señores Condes habían llegado haciendo jaleo, tomados ambos. Un guiño en el ojo, un beso arrojado al vacío. Esa fue nuestra despedida de aquella noche, que sonaba a reencuentro, pues sabía que un bien le había hecho, después de tantos años. El cielo tenía cumplío, y merecío. Pero no me saciaba el saberlo, pues era mi quehacer, obligación más que propia la de estar con los amigos en los buenos y malos momentos. Y con más motivo con Clara, que siempre fue especial, pues sabía yo, que me miraba con ojos inocentes, sin prejuzgarme por la raza o por la sangre que corriese por mis venas. Una de las pocas personas que me trataba como persona, de igual a igual, como debía de ser. 

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