Thursday, May 2, 2013

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CAPÍTULO 2


Colgaban los geranios en los alféizares de las ventanas, las clavellinas de vivos olores y colores se dejaban caer, vivarachas entre los barrotes de los balcones, tomando el sol cuando no la fresca sombra de las fachadas. Y en los patios interiores, postradas en macizos tiestos las pilistras de hojas oscuras.
Sentada estaba Clara en el poyete del patio, junto a la fuente mora, escuchándose el gorgoteo y el frescor de la energía, jugando con un niño pequeño que todavía no sabía ni andar. Gateaba y agarraba el agua, el inocente infante, descubriendo el mundo que lo acechaba y el que por desventura se había vuelto contra él. Qué bonita estampa la del niño con su protectora, algo nerviosa ella, inquieta se la veía y temblorosa, a la espera de nuevas noticias.
Los jilgueros se balanceaban con su baile batiendo las alas en el vacío, y las golondrinas de un brillo azabache, soltaban un fino polvo dorado a su paso por el cielo, rayando y limitando el azul de un día despejado. Ella lo ponía sobre sus rodillas y le besaba la cabeza, abrazándolo con cuidadas manos, mientras él reía e intentaba soltar algún que otro primer sonido distinto al llanto. A punto estaba de cumplir un año. Sano y con colores, de olfato sensible, le gustaba el olor al azahar de los naranjos, y el jazmín que trepaba por la verja. Toquetear las manzanas y comer trocitos de pan que de vez en cuando le partía su madre.



Nació ese niño con la música de Albéniz. Con los poemas de Machado y las enseñanzas de Unamuno. De la quinta de Lorca, el más grande poeta universal granaíno, y es que las letras españolas nunca han dejado a nadie indiferente, ni que deber. Así daba a luz una primeriza, quizá la última vez que sintiese el dolor del pecado natural. Primera y última vez, tal como os lo cuento, cinco de la tarde serían cuando asaltó la comadrona la habitación de la dolorida, avisada al romper aguas. Nada en comparación tenía con aquella cálida noche, casi veraniega, en la que el romance se transmitía por la misma habitación. Materializándose el amor de aquel instante, al cabo del paso rendido del tiempo, que inevitablemente da señas de que todavía carga con fuerza.

La pobre Clara pasó de ser el ejemplo, a convertirse en una malquerida desheredada cuyos padres repudiaban. ¿Qué pensarían de aquella noble familia, ahora que con la entrada del nuevo siglo iban a remontar cabeza? La madre intentaba paliar todos los males del hogar, mandando a las doncellas de la casa que custodiaran a su hija para que no saliera y no dijera nada, que cuidaran del niño mientras iba con ella a la iglesia, que nadie sospechara la consecuencia de su desvarío. A partir de aquel momento la joven se arrepintió de lo que había hecho. Su padre, cuando llegaba a casa tras supervisar las obras de la nueva fábrica, no la miraba, pues sentía tal humillación que prefería ahorrárselo encendiéndose un basto veguero y leer el periódico. Al señor conde le gustaba ir de caza, cogía su escopeta, y en compañía de sus hombres y amigos iba los jueves por la mañana temprano al coto y al páramo a declarar su ira, saciándola contra las perdices galanas, tórtolas o codornices. A señá Jacinta, es decir, la señora condesa, le encantaban las codornices, quizá uno de sus platos más apreciados de tantos que hacían en la cocina. La casa de Buensuceso no es que tuviera un inmenso caudal de dinero, pues hubo antepasados que tuvieron la desidia en fundírselo sin pensar en los que vendrían después en la línea sucesoria, así que estaban a expensas de la oportunidad, del momento, y de la caridad de la Corona que daba alguna que otra renta a los nobles para sacarlos de pobres.

Ahora, tras la derrota en la guerra, muchos habían salido beneficiados con el asunto, pues todo el dinero de la administración pública en las islas, tanto Filipinas como del Caribe se repatriaba, al igual que la industria del algodón y del azúcar sobre todo, aprovechándose de este negocio para formar una sociedad con uno de sus amigos, Don Estanislao Robles y Figueras. Las ventas marcharían en viento en popa y a toda vela, cuan velero bergantín a la sazón de que sería novedoso en el mercado interior, aprovechándose de la infravalorada locomotora que tenía quizá, el ferrocarril español, unas vías impolutas, del poco tránsito que había en circulación. Brillaban que daba gusto verse reflejado en los ferrosos raíles. La idea de pasar del comercio local al nacional la tuvo otro viejo amigo del señor Conde, José Ibáñez Salinas. Éste era un importante comerciante de pieles y comestibles, muy dados al vino de lujo-como muchos decían, pues los campos de viñas que tenían eran dignos de retratar, por Soroya el estilo, si acaso no se hubiese centrado tanto en el mar- y cereales, siendo uno de los primeros en utilizar como medio de transporte el tren en la península, ya que, un hijo suyo, Don Francisco Ibáñez Capel era jefe de Estación y le tramitaba el papeleo, de la antigua burocracia, asegurándole la confianza que tenía el que llegaría todo a su sitio. Así pues, sabiendo de sus amistades, se inicia Buensuceso en la empresa, viendo rápidamente cómo prosperaría, con algún traspié ante las presiones de los sindicatos y de los trabajadores.

Mientras tanto, la señá se va luciendo en la calle, regocijándose del éxito que está teniendo su marido y amigos ante el populacho. Solo quedaba agasajar al cura para que lo dijese en el altar cada domingo por la mañana. Lástima que no todo el mundo supiese latín para entender la homilía. Una mañana, enlutada como de costumbre, con su velo tapándole el pelo se acercó a la Iglesia, la de la Misericordia, hasta que una vecina, cutimaña y peripuesta se le adelantó y le preguntó gozosa que qué le había pasado a su hija. Quizá fuera una cuestión inocente, pero aquello, a la señá le sintió tan mal que no supo cómo responder al ataque, entrando en el sacro templo persignándose hasta llegar a la bancada donde arrodillarse y entretenerse en pasarse el rosario entre las manos.

Menudo panorama tenían los condes, y es que no hay mal que por bien no venga. ¡Ni que fuera para tanto! Digo yo. Pero como aquí se trata todo en aparentar pues arréale. Qué hipócritas me resultan algunos condes y marqueses, en definitiva, algunas personas que no las trago ni con agua, ni vino, ya fuera del de lujo que vendía el Señor Salinas. Si no fuera porque mi trabajo es el de narrar, ya me habría ido a San Sebastián a veranear como los Reyes de España, a la playa de la Concha, en la vieja Vasconia. Pero para bien o para mal, os seguiré contando lo que le sucedió a la Señorita Clara con su hijo Miguel que todavía estaba sin bautizar, ni sacado del hogar para más inri para que nadie lo viera, o si acaso preguntaban los vecinos de los gritos de un niño, alegar que era cualquier hijastro de las sirvientas. Piensen en el percal y en el panorama pintado que tiene más sombras que un cuadro del barroco.

Claro está, feo queda, en familia tan beata y de costumbres, que la única hija, que debiera estar casada con un hombre de bien, señorita de fina estampa, sacada de cualquier cuento popular por su delicada figura y hermosura repleta, muy inteligente y lista, le faltó un hervor  aquella cálida noche, que dejó que el corazón marcase los pasos, que las frías sábanas al poco cogieran la temperatura del cuerpo y que los suspiros no fueran de exilio. Se le olvidó todo lo que sabía, aquella noche con Rodrigo. Madre soltera, casi nada. Vaya san Benito le habían colgado a la pobre zagala. Aunque cuando los problemas vienen de esa forma, no falta ingenio para sacar respuesta. Había pensado el engrosado conde en matarlo desde el primer instante, ya que su hija estaba muy debilitada y extasiada por el esfuerzo del parto, y decirle que había nacido muerto. Pero la señá Jacinta, que será bicha pero buena cristiana no lo consintió y dijo que el niño cumpliese un año, para ser criado, que ya se vería lo que harían con él.

Menos mal que cayó en Misericordia el infante, y se salvó de una muerte prematura, hubiera sido poco lo que hubiera podido ver, la cara arrugada de la matrona con dentadura mellada y el estamparse contra el suelo. Sí, esa hubiese sido la muerte más suave que el pobre hubiera experimentado. Ya les digo yo, que me conozco la historia de pe a pa, que eso no pasó, de milagro, pues por mucho que retuviera la condesa al conde mientras la niña estaba de parto, la cara se le encolerizaba más y más, como si no supiese que iba a dar a luz con el barrigón que le colgaba meses atrás. Hubo un hombre, Fermín, trabajador de su padre, uno de los pocos hombres que había visto a la niña, por ser de confianza, y bajo amenaza de muerte si contaba algo a alguien –así de educados eran los condes cuando se trataba de prestigio y estatus con sus invitados- quien hablando con la joven a solas le aseguró que si ella quería se hacía pasar por el padre del niño, se casaban y se solventaría el problema. Casi nada decía el gachón, este lo que quería era guisa y pasar de pobre a conde en un santiamén o lo que durase la boda. Pero ella, le respondió algo así como:

- ¿Solventar problema? ¿Qué problema? Mi hijo no es ningún problema, el problema sois vosotros que no me dejáis tranquila, enjuiciando cada cosa que hago, cada movimiento y cada pensamiento como si estuviese loca. Claro que me he vuelto loca, vosotros me habéis hecho así, pero mientras que esté junto a mi niño tendré fuerzas para aguantar la de calamidades que me estáis haciendo pasar.

Podrán imaginar cómo huyó de allí despavorido el pobre de Fermín, cuan gamo veloz, espantado de las voces que le pegó la joven cansada de tanto cinismo. Impotente, y ahora, a las expensas de nuevas noticias, que no sonaban a nada bueno. Eran como esas noticias que sabes que irremediablemente tienes que escuchar pero que no quieres. Como un accidente a cámara lenta que impotente ves sin poder hacer nada, conociendo el trágico final.

Clara movía el rubio tupé del niño, mientras nerviosa movía con pavor los pies, sonriéndole a la criatura mientras ocultaba el miedo que le salían como lágrimas por los ojos. Rezaba mirando a las algodonadas nubes desde aquel patio andaluz, escuchando el agua de la fuente y por fin un portazo. La madre Asunción María, superiora del convento de las Hermanitas del Desconsuelo caminaba por el pasillo junto al conde bigotudo. Cuan emboscada, por orden del señor de la casa, sujetaron las doncellas a la pobre Clara mientras la monja le quitaba al inmaculado ser que de ella misma había nacido. Alaridos de una madre salvaje, de una mujer a la que le habían quitado lo que ciegamente amaba, sin condiciones. Un bofetón le cayó por mano de su padre, y ella asustada perdió la cabeza aquel día y la tuvieron que encerrar, enclaustrar más bien cuan libros de Don Quijote en una de las habitaciones apegadas a la solana, arriba, en la torre de miradores con arcos. Cual Juana en Tordesillas. A mí me apenó bastante, pues tuvieron que pasar muchas semanas para que la joven dejase el mundo de ensueño donde se había sumergido, con la vista siempre perdida, sin comer ni dormir, y tomar algo de razón insufrible. Qué doloroso era, el sentido de la vida se había perdido por completo, le rebosaba la injusticia indigesta, sin saber cómo afrontarlo. Cómo hacerle cara a lo que había pasado. Fueron tiempos difíciles, como ya os dije, no para los endebles soldados de aquella guerra, sino para muchas familias y mujeres, que habían perdido a sus maridos en ella, a sus hermanos o amigos. Las guerras nunca traen buenas consecuencias, si acaso un estupor patriota de pensar que se ha hecho algún bien ganándola y convirtiéndose en legítimos asesinos.

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