CAPÍTULO 1
Corrían tiempos agitados. La noticia de guerra había llegado hace un par de días al país, y todos la recogieron con furor declarando la misma a los norteamericanos. No se hablaba de otra cosa en los cafés de vanguardia, donde los literatos, periodistas y demás cultos se sentaban a comentar las novedades, compartir opiniones que se entremezclaban con un fuerte olor a tabaco en el ambiente y cafetera veterana. Una algarabía de voces se escuchaba al entrar en Levante o El Suizo. La guerra había comenzado contra el intruso. Aquel 25 de Abril fue sonado por todas partes. El clamor popular echaba recuerdo a los viejos y grandiosos tercios, a la bravura de los caballeros y a las victorias en Lepanto. Qué osadía, el querer imaginar de aquellas efemérides y asemejarlas a estas. Ya podían haberle hecho caso a Maura en las Cortes, para evitar la sublevación de la mano de José Martí que decía que “la vieja España estaba incapacitada para mandar sobre la joven tierra americana”. A lo que se sumaba a su favor la doctrina Monroe. El tercero en discordia, invitado a la mesa del belicismo por mera gratuidad.
La gente se paseaba por las calles muy patriota, o mejor dicho, patriotera, como decía Valle Inclán, como nunca antes la hubiera yo visto. Algunos afirman que los tiempos de la restauración estaban volviendo, con los que se recibió al hijo de la de los tristes destinos. Pero muchos aún se mantenían estoicos, empezando por miembros del Gobierno que dubitativos no creían oportuno lo que se venía encima. Esa guerra era un descontrol, se les fue de las manos desde que se metió de por medio el general Weyler. Debía de haber dejado, esta madre metropolitana, dar su brazo a torcer con las negociaciones de Martínez Campos, y nada de lo que pasa y seguro que pasará habría pasado. Ya la armaron en la Guerra Chiquita , ya se aprovecharon de que estábamos confusos con nuestros líos, para independizarse y no pudieron. El siglo XIX vino de desconsuelo, inestabilidad y poca ejemplaridad para la política, aunque a decir verdad, todas las ideas tuvieron su lugar. Criar cuervos para que te saquen los ojos. Millones de reales que fueron llevados para enriquecer la isla, nuestra perla del Caribe, pero como pueden ver, no hay dinero que compre el cariño y tolere la humillación de un pueblo que quiere ser independiente.
¿Qué debe de hacer un padre ante esa situación? ¿Cómo debe de responder ante la rebelión? ¡Qué desastre! España no era madre, sino abuela. Un anciano imperio que se desmoronaba con el paso del tiempo, enfermedades que se sucedían y cuyos médicos, políticos, eran unos matasanos incompetentes que se aprovechaban de la poca vida que al enfermo le quedaba. Con la batalla de Alcolea, imitando de una forma más honrosa la revolución de 1789, quedó valentía y piedad, asombroso gesto para ser la península una constante costumbre en el fratricidio.
Mis paisanos son de lo más bárbaros, yo he visto convictos hechos presos por matar a sus vecinos al golpe con palos y piedras. Cuando hay que saciar la venganza, pocas son las maneras de elegancia, si el plato está servido de frío. Y sobre todo en los arrabales, donde se siembra la desavenencia con buena semilla.
Una España implacable y redentora,
España que alborea
con un hacha en la mano vengadora,
España de la rabia y de la idea.
España que alborea
con un hacha en la mano vengadora,
España de la rabia y de la idea.
Así decía Antonio Machado, en su poema de España de charanga y pandereta, muy crítico con su tiempo, enrabiado por lo que habían hecho con la gloria de su país, con la elegancia que suponía ser de este lado del mundo, con lo único serio que tenía la vida, y era ser español.
Dicen que la envidia es el deporte nacional, y yo me lo creo. La picaresca, como en el dieciséis, sigue inmersa en la clase más humilde –que de humilde tiene poco- mientras que el recelo y la sana maldad la aguarda la escasa aristocracia, y lo de escasa lo digo, no porque no haya marquesados o condados en abundancia, que los hay, sino porque entre tanto que se casan unos con otros, van las familias engullendo títulos, hasta llegar al punto de que una persona sola tiene casi treinta. Y háganme caso, que yo no me lo invento, que pueden ver el vivo ejemplo en el ducado de Alba o Medina Sidonia. Hombres poderosos que han sabido asegurarse el futuro –muchas veces, a costa de los demás-
Bueno, y servidor como les decía, la guerra había comenzado y yo, que sé cómo acabó, me cojo la gracia de ahorrarme todas las panfletadas y corridas de toros que se hicieron con orgullo de la batalla y os cuento el final que es la consecuencia directa de cómo comienza nuestra historia.
Llegaban noticias del desastre que estaba aconteciendo en el Caribe, Blasco Ibáñez, uno de los más críticos, ya decía que tenían que haber puesto con antelación el servicio militar obligatorio, y no que montaron en los barcos, enjuiciados a su martirio, paisanos catetos, de los de azada en mano, para enrolarlos en tierras de calor in extremis, lluvias torrenciales como cascadas, y enfermedades a tutiplén. Vinieron cantando sí, más bien delirando, los pobres espectros de forajidos batidos en duelo, y duelo dándole cuando se sucedían los entierros en tristes cajetas.
Todo por defender el honor, hasta María Cristina había dicho a los yankis que prefería abdicar antes que regalar tierra española. No tenía mucha idea, pues ciegamente siguió instrucciones de su difunto marido: Cristina, de Cánovas a Sagasta, de Sagasta a Cánovas. Y ya ven, Cánovas muerto, el pobre de Sagasta sabía de político lo que yo de medicina, que soy hombre de letras por supuesto, honrado y querido por no otras personas distintas que no fueran mis más preciados lectores. Debo confesarles que me he perdido un poco, pues ahora no encuentro la calle del Palacio donde viven los Señores Condes de Buensuceso. Era una de estas, muy típicas del Madrid romanticón, que empezado el siglo comenzaba a cambiar muchos de sus sabores. Pero no se preocupen, ni idea se hagan, pues no os hablo de la villa de Madrid, ni Dios quisiera, sino de otra ciudad muy distinta. Ajena a las refinadas eses y a los chulapos manolos que van en busca del Buen Retiro para lo que todos bien sabemos.
No, la ciudad ésta, donde se encuentran los Señores Condes, es del sur, un sur sumergido en sí mismo. Las noticias tardías de vez en cuando llegaban, cuando llegaban, y sino tampoco pasaba nada, la gente seguía igual, sin pena ni gloria. Dados, eso sí, al vino y a la siesta.
¡Ya la veo ya! Allí está, la de la fachada con las balconadas de dos plantas, junto a la casa de Doña Merceditas, viuda de Joaquín Sánchez y nuera de Eutanasia Fuentes, casada con el banquero, cargo que ahora ocupaba un sobrino suyo. También tenían una casa cercana, en el mismo barrio los Marqueses de los Balbases, metidos como ya les decía dentro del Ducado de Sesto, el cual, tuvo ciertos contratiempos con la regente, mujer que, aunque no entendiera el idioma español, tenía mucho carácter. Católica hasta la médula, Doña Virtudes, no solo tenía la Rosa de Oro de la Cristiandad , sino también era Dama de cuatro órdenes, entre ella La Real Orden de Damas Nobles de Maria Luisa, casi nada, para echarla de comer aparte. Lo que más gracia me hace, señores lectores, es que verán cómo en la casa del herrero se lleva la cuchara de palo, como en el seminario, de puertas para afuera son todo rezos, mientras que el espíritu es de lo más salsero. Y ya me privo de comentar vaya a ser excomulgado por Su Santidad, o algún que otro arzobispo que luzca medallón en el pecho, azuzando a los bastos canes cuando el pobre se acerca. No predicar con el ejemplo es tradición. Como estos del turnismo, que hablan de democracia, y yo todavía no sé lo que eso significa. La última vez que fui a votar había dos paisanos míos en la puerta, no crean que eran unos enclencles, sino bien fornidos viendo de reojo la papeleta que cada cual llevaba en la mano, vayámonos a equivocar y votar al de la temporada pasada. Si en el fondo lo hacen para que vayamos a la moda… ¡no te jode!
Callen, que por ahí salen los Señores Condes de Buensuceso. Ahí van paseando en silencio su deshonra. Pobrecitos, tan castos y santurrones que eran, y parece ser que el cielo se les ha caído encima: Estólidos, más que estólidos es lo que son. Él tan metido en sus negocios, y ella en misa a todas horas, como buena cristiana.
El por qué de que me enerve, poca gente lo sabe, pues es un secreto que solo sabe este humilde narrador y los que lo sufrieron en sus vivas carnes:
Todo aconteció una cálida noche de verano, cuando la joven hija, Clara, y única, de los señores Condes daba un paseo a las brujas horas, recogida de una fiesta en la campiña con algunas amigas. El trayecto obligaba a ella a ser la última, pues vivía más lejos y mientras tenían que dejar al resto de señoritas en sus respectivas casas antes de que se cumpliera el toque de queda. El sereno estaba ya salido para cuando llegó al portón del número 8 donde vivía, acompañada como no podía ser de otra manera por un apuesto muchacho, amigo de la infancia. Rodrigo era su nombre. Atractivo gachón, altivo y afortunado. De las palabras que tuvieron, entre risitas, nadie supo de qué fueron, menos yo, que de algo me enteré. Él le contaba que iba a ser la última noche que pasase en la ciudad, que mañana al alba emprendería el viaje a su tierra natal, el norte peninsular y que le gustaría pasar la noche con la joven, siguiendo con la celebración posterior a la campiña. La picarona se sonrojaba y con el abanico se tapaba la boca para que no se le notara que se la comían las ganas. Ay valiente juventud, que de efímera ya ni me acuerdo que por mí tales años de gozo pasasen. En la esquina aguardaba el sereno, y tras la casa se escuchaban unas coplillas, de guitarras bien sonadas por el arte calé. Animaba el ambiente el cálido vientecillo, que soplaba entre la alameda, y a sabiendas de que los señores Condes no estaban en la casa aquella noche, pues tenían una citación en la capital, invitó al mozo a que pasase, y ya sí que sí, señores, no puedo contar más.

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