Sunday, February 17, 2013

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Paso del tiempo marcado en el poema. Retorno incesante, como aquella ley del péndulo que nos envuelve y nos hace, a algunos, predicadores proféticos de muchas de nuestras tormentas.

Nacería un grande como él, príncipe de la poesía romántica de este país, bajo el gentilicio que corona el Giraldillo. Sevilla, sin lugar a dudas, ha sido una de las ciudades que más hijos de la música, literatura, pintura o escultura ha engendrado a la patria. Enclave de civilizaciones. Capital del sabor más folclórico de la cultura española, de la tradición y del buen vino. Sevilla, en ti nació, tal día como hoy, en 1836, el siempre joven poeta, Gustavo Adolfo Bécquer.

Liberal amante, simpatizante del tardío romanticismo que ya se daba la mano con el realismo de aquella generación de viejos del 1868. Quizá todavía, ese movimiento que ensalza y eleva a la cima el poder de los sentimientos y la evasión hacia mundos ideales, donde la moral nace del hombre, y no del mundo, no merecía dar fin, y junto con Rosalía de Castro, fueron los dos últimos hijos del amor que mostraron su afecto en la poesía.

Uno de los personajes más activos en derrocar a la reina, junto con su hermano, fue de lo más crítico en sus caricaturas donde representaba la orgiaza atmósfera que en Palacio se daba bajo el título de “Los Borbones en pelota” con miembros como Carlos Marfori, el Padre Claret, Sor Patrocinio, González Bravo y en especial Isabel II y su consorte, Paquita, mostrando sus propios miembros. Las ochenta y nueve láminas pornográficas-satíricas no pierden detalle sin dejar a nadie por aludido. Si se diese la relación hoy día, a pesar de que el poeta y la monarca están muertos, se oirían por parte de él piropos como “putona”, y ella le dedicaría algo así como: “perroflauta que ni pincha ni corta”. Esa era la relación cordial que compartían estos amantes de un estilo donde, si se exigía la libertad en acción, al fin y al cabo, se tenía muy presente, como arma de doble filo, tanto para culpar, como para protegerse, la moral que la fé católica había, a fuerza de tribunales inquisitoriales, mantener en el reino.

Simpatías que gozan también hacia este estilo, donde se recordaba en medio del desastre, fruto del devenir de los tiempos, aquellos días de esplendor irreconocibles que hicieron de las ruinas, palacios doblados de oro. Mitología que llenaba de misticismo las ideas, e impregnaban de óleo la imaginación, libres de pintar la belleza del hombre en armonía con la madre natura. Aquello fue el romanticismo, notar la tránsfuga vida como breve y sin embargo intensa. Vivir al calor de la madrugada, beber veneno por licor suave, fumar esperanzas y acariciar el atrayente sentimiento, como al agua de mayo esperada.

El tópico del devenir de los días, que efímeros tornan su paso, con aires de irse, pero no para siempre, al igual que aquellas aves de gracia enlutadas de las que Bécquer nos hablaba: “Volverán las oscuras golondrinas en tu balcón sus nidos a colgar, y, otra vez, con el ala a sus cristales jugando llamarán…” y sin embargo, cuando ya tuviste suficiente, como para encariñarte y sentir lo conocido como propio “pero aquéllas que el vuelo refrenaban tu hermosura y mi dicha al contemplar, aquéllas que aprendieron nuestros nombres... ésas... ¡no volverán!”

Sire

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