Monday, March 4, 2013

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Bajo la usanza de dividir la sociedad en buenos y malos, es en la literatura tradicional, donde se aprecia de una forma más clara esta dicotomía, que suele advertir al lector de las intenciones de cada cual tras la célebre frase de “Érase una vez”. Las sucesorias a este mítico preludio de cuento tienen por costumbre contarnos todo lo que necesitamos saber, para quedar sentados y seguir con la vista la historia que se nos narra. En cambio, es en el modernismo, en el siglo XX cuando ya nos parece poco atractivo este comienzo, cuando los novelistas y dramaturgos apuestan por innovar y forzar al receptor a interactuar con la obra, a pensar y reflexionar sobre el pulso que en palabras echa el autor. La psicología entra en juego y gran variedad de rasgos se omiten o sustituyen por verbos aislados o palabras sueltas que en su conjunto evocan al lector las pistas que desvelan el pensamiento de los personajes y el camino que cogerán.

Y es entonces cuando, aun así, vemos que está plagada en buenos y malos. Villanos que se aprovechan de los bondadosos; inocentes que son castigados por malvados, y un sin fin de historias parecidas que reflejan la injusticia y provocan el pleno desacuerdo del que está fuera de líneas. El hecho de que la novela nos cuente las desventuras de un protagonista, donde el camino está hecho de impedimentos, y finalmente sale victorioso, nos consuela, porque la empatía salta, sin más. Sin embargo nos parece ya normal que esto ocurra, la literatura tradicional se nutre de esta técnica, queda ver los cuentos de hadas donde se ve más marcado, por su sencillez estructural y brevedad. En cambio, el atractivo se ha ido perdiendo, y ya no existe sorpresa ni suspense por lo que muchos autores han tenido que recurrir a las injusticias, o como antiguamente se las etiquetaba: tragedias, pero de un modo menos preciso.

¿Qué es lo que pasa cuando muere el protagonista principal, el caballero luchador, el aldeano trabajador, un elfo doméstico o el perro del hortelano? Impotencia, eso es lo que nos suscita. Y sin embargo, si muere un malo, un condenado que ha, incansablemente, hecho lo posible por fastidiar y aniquilar a los buenos, no nos pasa nada. Es más, decimos que es lo que tenía que pasar. Este hecho es para pensar, y no refugiarse en la costumbre.

Nuestra sociedad, sus historias por medio de la literatura, cuentan la filosofía de vida, la analizan y la describen de múltiples formas. No deja de ser innata a nosotros, porque los escritores son los notarios fieles que están dispuestos a narrar la época que les ha tocado vivir. Estamos pues, condicionados a la justicia, a defender al honrado y juzgar al perverso. Y apaga y vámonos si acaso pensaron en matar en la obra a un animal, esas criaturas colmadas de inocencia intocables, hacen que su asesino cobre el puesto de canalla, imponiéndoles nuestro odio incondicional, sin más remedio. Los lectores tienen esa costumbre, esos valores humanos de justicia. Es por tanto cuando rememoro una frase que comparto de Nicolás de Avellaneda que reza así: Cuando oigo que un hombre tiene el hábito de la lectura, estoy predispuesto a pensar bien de él.

Sire

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