Wednesday, March 27, 2013

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Existen unos pájaros, prófugas aves, que al caer la noche piensan que mueren. Y al amanecer y verse vivos cantan bellas melodías surcando los cielos, danzando en el infinito. Bendigo y doy gracias, porque existe la música, único idioma que todos los seres entienden y que consuela mi alma.

Arrodillado ante la madre santísima se encuentra el espíritu de un pecador. Solitaria y vacía basílica, como el sentimiento que me arropa dentro. Oscura y siniestra, a la luz de los funestos cirios que recuerdan a los ya fugitivos que nos sirven desde el cielo, caminando por las praderas celestiales.
Luces que sombrean las imágenes del via crucis colgadas en la pared. Mis ojos fijos miran la atenta mirada de mujer que cae sobre mis hombros. Y no pudiendo aguantar más huyen hasta el suelo. A pesar de ser unos ojos compasivos, unos ojos tiernos, dolidos y piadosos, que no buscan el reproche.

Afuera suenan las cornetas, trompetas que llaman al llanto del jueves santo. El sol ha caído por completo y la luna aparece llena, entre las nubes que pasan por ella corridas por la brisa y el viento. La calle está repleta del gentío, muchos lloran de emoción. Y en silencio, dentro, rezo por aliviarme. La procesión todavía no ha salido, el nazareno espera al cielo, y tregua le piden los costaleros y devotos, para ver al hijo de Dios sufriente cuya voluntad nunca se ciega por la salvación.

Santiguarme y recordar las palabras que quedaron bajo secreto de confesión. Un rosario en la mano cuyas cuentas pasan entre mi tembloroso índice y pulgar. No se puede cambiar nada, por mucho que se desee, si hecho, hecho está, y mejor descansa uno, en una almohada de tranquila conciencia.
El ambiente me ahoga, me asfixia, la soledad ya me es indiferente y en breve todo habrá más que acabado. Por ello tomo camino hacia la salida, con unas piernas débiles, que se tambalean y entrecruzan consigo mismas, ante la anarquía de una mente que se va, se va de sí, y abandona por no tener más cabida que el sufrimiento siempre reinante. Recelo tuve de no vivir lo que pudiera haber vivido. Injurias y acusaciones que se sucedían. Hacer de las lágrimas, sucesos que temen lo peor, por no dejarlas correr, por no hacerlas llorar.

Apoyándome en los bancos llego torpemente hasta la puerta, y en un último arrebato me giro y veo en el altar, vestida de oro, de encajes y pureza a la que desde que la madre que me dio al nacer me dejó al amparo de la orfandad, y ella se convirtió en la reina soberana de mi cariño. La que me conoce y sabe de mi pudor, de mi valía y del miedo que me abomina. No se puede vivir escondido para siempre y por eso decido salir. La cara de la virgen era iluminada por las farolas de la calle, por los cirios y velas que los penitentes llevaban. Penitente como lo es uno mismo de su pesar y el dolor que ello consigo se recata. El San Benito que porta fijándose en el de los demás caído el día y retomando sus calamidades cuando se acerca la noche y se acuerda, en la cama de todo lo que se le viene encima.

Salgo de allí y me sumerjo ante el mar de personas que atentos miran la figura del que pesada cruz porta, y más pesado el trono de una cofradía pobre, cuyos costaleros soportan descalzos la promesa que ante su devoción hicieron. Mujeres que lloran. Todo ajeno a mí, solo veo luces que parpadean, voces del gentío lejano, y sin embargo con cuyos cuerpos me choco. Ya va siendo hora de que llegue el juicio. Pasan los hermanos mayores de la hermandad, y yo, que me quería escapar de aquel ambiente que me cortaba el aire, me toca la sombra de aquel doliente hombre, santo, que fue castigado de soberbia, cuyo honor mancillado recuperó, por mostrarnos las puertas de un paraíso perdido. De repente me derrumbo, mis piernas caen y de nuevo me arrodillo, ante la muchedumbre al Hijo de Dios, al que le rezo y le suplico que me castigue por lo que un día hice. Ya todo es sabido, y por todos soy culpado. Pasa la gente acompañando la procesión y yo tumbado en el suelo, a los pies de la iglesia dejando correr por mi cara, la única pureza que mi alma conserva, las últimas lágrimas que unos ojos secos dejan escapar.

No pasaron más que minutos cuando dos guardias de paso se acercaron hasta mí. Ayudándome del muro sobre el que reposaba mi espalda me erguí y dejé que mi memoria liberara unas palabras a aquellos hombres que no se apiadaban con la excepción de mi infortunio:

Yo a las cabañas bajé,
Yo a los palacios subí,
Yo los claustros escalé,
Y en todas partes dejé
Memoria amarga de mí.

¡Alto!, pero ya era tarde. Veía a la muerte de fúnebre crespón a mi lado. Me cogía de la mano mientras daba fin a veinte años de castigo con un simple disparo. Un disparo que acabó con todas mis penas, volando mi mente y dejándola por fin libre; sacando el alma de esa prisión en la que se había convertido el cuerpo. ¿Qué más infierno quería distinto a la tierra que he habitado? No se apiaden de mí ni me justifiquen. Mi nombre era Sebastián, mártir de una sociedad que manda a encarcelar a sus semejantes por no reconocer sus propios delitos. 

Lovelace

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