Monday, February 25, 2013

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“En la primavera de 1829, el autor de este libro, que se había sentido atraído a España por la curiosidad, hizo una excursión desde Sevilla a Granada, en compañía de un amigo, miembro de la embajada rusa en Madrid. El azar nos había reunido desde apartadas regiones del Globo, y movidos por semejanza de aficiones, vagamos juntos por las románticas montañas de Andalucía. Dondequiera que lea estas páginas, ya se encuentre ocupado en las obligaciones de su cargo, incorporado al protocolo de las Cortes o meditando en las glorias más genuinas de la Naturaleza, sirvan ellas para recordarle los incidentes de nuestra amigable camaradería y el recuerdo de aquel a quien ni el tiempo ni la distancia harán olvidar su valía y gentileza (…)”

Este extracto de El Viaje, pertenece a uno de los cuarenta y un cuentos que dedicó Washington Irving a su llegada a la Alhambra. 
Nada tenía que ver con lo que es ahora. El monumento más celebérrimo de España era, para cuando llegó este escritor yankee, que respeto merece, un barrio marginal cuyas torres de la Alcazaba servían de cárceles para los convictos de la vega de Granada.

Fue en la Guerra de Independencia, a principios del siglo XIX, cuando esta mole de rojizos árabes convertida en fortaleza cumplió con su declive. Cuenta la historia que, frustradoslos gabachos ante la inminente retirada al ganar los andaluces, junto con los ingleses desembarcados en el Estrecho, pusieron dinamita para tirar abajo y volar la torre del patio de los Arrayanes, una de las salas más hermosas y conocidas. Que finalmente no tuvo lugar gracias a la actuación de un granadino que apagó la mecha encendida, salvando el preciado lugar, que maravillaría, años después a la saga de pintores, fotógrafos y escritores de todas las partes del mundo que emprendieron un viaje por el romanticismo.

España era sin duda uno de los lugares donde la belleza de tiempos pasados ya estaba siendo olvidada. Palacios y caseríos solariegos que habitaron importantes duques y condes se convirtieron en haciendas vacías en medio del páramo que el sol de justicia manifiesta en los meses de estío. Es entonces cuando llega uno de los escritores, a los que tanto le debe la Alhambra, ya que, tras tomar fama los cuentos de Irving, la reina Isabel II empezó a subvencionar y dar ayudas para el mantenimiento y arreglo del monumento que llegan hasta nuestros días.

Decía Washington que muchas veces había desayunado en el patio de los leones, por ejemplo, y que había visto los palacios, siendo habitados por familias enteras, refugiadas de la lacra que provoca la pobreza. Las paredes de fino mármol de Macael decoraban con los escritos más sagrados que los musulmanes profesan. Una perla de Oriente en Occidente, cuyos jardines y patios guardan el sabor del esplendor y colorido que sin más remedio evoca a ensoñaciones. Así lo comentaba este romántico escritor norteamericano a quien, con mucho gusto, me place recordar:

“Estoy pisando una tierra encantada y me encuentro rodeado de románticos recuerdos. Desde que en mi lejana infancia, a orillas del Hudson, recorrí por primera vez las páginas de la vieja y caballeresca historia apócrifa de Ginés Pérez de Hita sobre las guerras civiles de Granada y las luchas de sus valientes caballeros Zegríes y Abencerrajes, fue siempre esta ciudad objeto que despertó mis sueños; mi fantasía recorrió con frecuencia las románticas estancias de la Alhambra. Y he aquí, por vez primera, realizado un sueño; sin embargo, no doy crédito a mis sentidos y hasta dudo que habite el palacio de Boabdil o que contemple la hermosa Granada desde sus balcones.”


Sire

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