Si usted no cree en ningún Dios, tal vez pueda creer en la biblioteca pública de Guadalajara. Casi el 40% de la población de allí lo hace. En este país de mediocres índices de lectura la estadística (31.650 usuarios, 84.453 habitantes) surge como un bofetón para descreídos. Los más acuden a buscar lectura, pero el edificio es un cosmos donde ocurren miles de cosas: alguien toca Satieal piano en el patio central, un club de lectura disecciona a Jonathan Franzen, alumnos rezagados hacen deberes supervisados por voluntarios, medio centenar de familias pasan una noche al año pertrechados con sacos mientras escuchan cuentos de boca del mismísimo Peter Pan.
Si ahora, por alguna razón, usted tampoco cree en el Gobierno, tal vez puede aferrarse más que nunca a la biblioteca pública de Guadalajara. Tras ser vapuleada por recortes presupuestarios sucesivos e inclementes, son sus usuarios quienes están cubriendo con dinero, tiempo y energía los rotos causados por la falta de euros. Un milagro de solidaridad, una sobredosis de buen rollo, una lección para encarar días innobles, una evidencia de que la cultura no es un capricho. También una encrucijada para la directora de esta biblioteca estatal, Blanca Calvo. “Es emocionante comprobar que nada más enviar un correo pidiendo voluntarios nos contesten inmediatamente un montón de usuarios, pero también es un dilema moral y profesional porque son ellos los que están cubriendo necesidades que debería atender el Estado”, lamenta.
Los lectores han pagado suscripciones a 62 publicaciones (antes de la crisis se recibían más de 200) y han comprado decenas de novedades editoriales para cubrir el socavón presupuestario. En 2007, último año feliz, disponían de 150.000 euros para adquirir material. Este año no han alcanzado ni un tercio de aquello (46.000 euros) y para 2013 no se prevé nada. La trituradora del déficit es ahora la polilla de los libros. Y es el altruismo el único mecenas de las actividades culturales, que en el pasado disponían de 20.000 euros de fondos públicos.
“Dejamos de contratar a narradores profesionales y aunque logramos que hubiera voluntarios, no es lo mismo. Está bien si esto es solo puntual, pero nosotros pagamos nuestros impuestos para tener estas actividades”, protesta Concha Carlavilla García, que coordinó durante seis años esas iniciativas singulares hasta que, en agosto, fue despedida por la Fundación de Cultura y Deporte de Castilla-La Mancha de la que dependía. Concha Carlavilla encarna el espíritu de esta biblioteca como nadie: renunció a su plaza fija de bibliotecaria en un pueblo para trabajar en la de Guadalajara y, pese al despido, prosigue colaborando como voluntaria. “He venido de niña y ahora vienen mis hijas, esta biblioteca es como un organismo con vida propia y yo quiero seguir participando en ella, aportando mi granito, para que esto siga como siempre desde hace 30 años”, cuenta con vehemencia mientras sujeta en una mano un ejemplar de Al este del Edén sobre el que debatirán en su club de lectura, uno de los 30 que funcionan en la biblioteca y en los que participan 500 adultos y 150 niños. Sus últimas palabras son reivindicativas: “En un momento de crisis hay que invertir más que nunca en bibliotecas. La gente no tiene dinero para comprar libros pero sigue necesitando acceder a la cultura y a la información. O es que, además de echarnos del trabajo, ¿tampoco vamos a tener derecho a la cultura y a la información?”.
Mientras habla en un rellano de la primera planta, la gente va y viene, se detiene a conversar con conocidos. En este palacio del siglo XVI predomina un bullicio de parque en sesión de domingo, aunque hay salas marcadas por el silencio. Se ven niñas con velo, jubilados con tiempo, adolescentes absorbidos ante el ordenador, lectores con ansia que ya en el zaguán de entrada se asoman a una larga mesa con títulos de Pynchon, Aramburu, McEwan, Rabelais, Perec o Mankell bajo un cartel que sugiere: “Llévame, me acaban de devolver y gusto mucho”. Es sin duda el espacio que encarna a la perfección lo que Italo Calvino escribió: “Leer es ir al encuentro de algo que está a punto de ser y aún nadie sabe qué sera...”. El palacio de Dávalos es el punto de encuentro con lo predecible y lo impredecible, con la concentración de la lectura y la explosión del entusiasta. Después de 31 años al frente de este centro, Blanca Calvo ha materializado su idea: “Una biblioteca es una plaza pública a cubierto donde todo es posible”.
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