Consideramos irrevocablemente nuestro, aquello que identificamos propio, que luchamos por mantenerlo, por el gusto que nos daba la caza a ese engaño de falacias que de verdad se torna en nuestra mente con el mero hecho de pensar de que somos dueños legítimos de algo en esta vida.
Y puedo afirmar en tanto y cuanto manifiesto pues dice uno lo que la experiencia, por activa o por pasiva, le dicta. Hace unas jornadas,- las cuales pueden recordarme perfectamente a aquel autor, corona italiana, literato renacentista- he cambiado, aquella morada donde me nutría de sueños, de esperanzas, de maravillosos cúlmenes ilusorios que saciaban la conservaduría de mi vasta prosodia. Ahora sin embargo, me siento vacío. Vacío de todo, indefenso ante las circunstancias con una apariencia furtiva en mis deseos callados. El cambio... ese allegado que a nadie le agrada, pero que muchas veces es íntimamente necesario. Cambiar a bien es mejorar, cambiar a peor es empeorar. Cambiar es otra cosa, es salir de ti y llevarte fuera, bañarte en el mar de Marte más metafórico y alumbrar las lunas de Júpiter. Eso es el cambio. Algo que para algunos es un éxtasis, para otros una profunda depresión.
El cambio... el cambio se asume, el cambio se llora. Era por la mañana, tras la noche mágica. No sentía, ni el corazón latir, ni la sangre correr. No sentía el espíritu. Comprendí de donde sacaba esa autora británica aquellos personajes prófugos y viles. No eran prototipos de personas, sino de situaciones, y más que de ellas, de sensaciones. Sí señores, J.K. Rowling lo entendió a la perfección y le dio causa con un dementor, que se alimenta de ti, que te deja colgado en pensamientos, desnutrido, vacío. Sabía que tenía que darle fin, y la angustia que tenía no era por naturaleza. Era el cambio. Qué surrealismo, qué agobio. Era como estar metido en el cuarto de Samsa durante todo el tiempo apreciando la metamorfosis de una sociedad contaminada de esencia.
Sire
Y puedo afirmar en tanto y cuanto manifiesto pues dice uno lo que la experiencia, por activa o por pasiva, le dicta. Hace unas jornadas,- las cuales pueden recordarme perfectamente a aquel autor, corona italiana, literato renacentista- he cambiado, aquella morada donde me nutría de sueños, de esperanzas, de maravillosos cúlmenes ilusorios que saciaban la conservaduría de mi vasta prosodia. Ahora sin embargo, me siento vacío. Vacío de todo, indefenso ante las circunstancias con una apariencia furtiva en mis deseos callados. El cambio... ese allegado que a nadie le agrada, pero que muchas veces es íntimamente necesario. Cambiar a bien es mejorar, cambiar a peor es empeorar. Cambiar es otra cosa, es salir de ti y llevarte fuera, bañarte en el mar de Marte más metafórico y alumbrar las lunas de Júpiter. Eso es el cambio. Algo que para algunos es un éxtasis, para otros una profunda depresión.
El cambio... el cambio se asume, el cambio se llora. Era por la mañana, tras la noche mágica. No sentía, ni el corazón latir, ni la sangre correr. No sentía el espíritu. Comprendí de donde sacaba esa autora británica aquellos personajes prófugos y viles. No eran prototipos de personas, sino de situaciones, y más que de ellas, de sensaciones. Sí señores, J.K. Rowling lo entendió a la perfección y le dio causa con un dementor, que se alimenta de ti, que te deja colgado en pensamientos, desnutrido, vacío. Sabía que tenía que darle fin, y la angustia que tenía no era por naturaleza. Era el cambio. Qué surrealismo, qué agobio. Era como estar metido en el cuarto de Samsa durante todo el tiempo apreciando la metamorfosis de una sociedad contaminada de esencia.
Sire

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