No había tristeza. La simple melancolía del entusiasmo frustrado. La daga que apretaba sobre el corazón hasta dejar de él correr ríos de desesperación, que envenenaban la piel por aquella geografía que solía ser campo de batalla.
Angustia y pesar de mil emociones que vibraban y no cesaban decaer el llanto, que como una fontana fluía por el lagrimar enrojecido. Víspera del lamento y del abrazo, que como siempre viene dado en las despedidas. De sol apagado y lluvia encendida, que acompañaba el cielo sus lágrimas, para así disimular su dolor.
Viento que soplaba para hacer volar el indómito sabor que dejaba la euforia, bastarda hija de la obsesión. De un mismo vientre que el entusiasmo, ahora muerto y enterrado, diminuto en el amanecer de tus pupilas brillaba, como la ilusión de un infante ya perecido.
Ríes tus derrotas, ríes la injusticia, por no pecar con palabras la de puñaladas que tu cuerpo ha soportado. Y ahora. Ahora vives náufrago sin saber que eres más grande que el mar. Porque el náufrago sabe que muere, pero el mar no sabe que mata.
Lovelace
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