Cada mañana tardaba veintitrés minutos en elegir sus prendas del día, maquillaje perfecto, ropaje exquisito, zapatillas de cristal. El ritual más largo era el dedicado a su cabello el cual tenía que quedar suave al tacto, pero firme para que durara hasta el anochecer. No era castaño, no era cobrizo, no era rubio y mucho menos rojizo; era perfecto, sólo pensado para él.
Tomaba la copa como la realeza, se inclinaba con la delicadeza de una pluma, ella reunía en una sola mujer todo lo que un hombre podía querer, pero ella sólo pensaba en él. Por las tardes entraba a sus clases de baile, volaba al compás de cada nota, no se le iba ni una sola, dientes como perlas y bajo sus dos cejas unos bellos zafiros: esa mirada suya dejaba a cualquiera sin palabras.
Tan sólo cinco minutos para las ocho de la noche, era la hora en que llegará, daba el último retoque a su maquillaje; ese aroma a juventud lo podías sentir a kilómetros de distancia y su sonrisa confirmaba la inocencia que veías en sus ojos, su suave mentón, sus delicadas mejillas, ella reunía la belleza de Afrodita, la sabiduría de Atenea y la delicadeza de Hera. Era una Diosa en la Tierra.
Serena subió a su bella carroza, ahí la esperaba un hombre bien vestido; llevaba un vestido de satín, tan delicado como aquella bella joven; llegaron a su palacio, subieron velozmente las escaleras, para ella era divertido, para él era un tormento. Cerrando todo se volvió turbio. Las prendas volaron, él ni siquiera se percató de su peinado y mucho menos de su maquillaje; el aletear de un perdis era lentitud comparada con el desenfreno de aquel hombre, que había perdido toda su apariencia de caballero.
Sus gemidos complacían a su pareja, ella sólo pensaba en él, mientras él sólo pensaba en la apariencia de ella. Tan delicada, tan refinada, tan exquisita, demasiada mujer para un gañán.
Más tardó ella en elegir su bello vestido que él en terminar su desenfreno, le dio unas monedas para que regresara a casa, ya todo había acabado, la pasión, la atracción, la excitación.
Ella lo amaba, era su amante eterno aquel que vez en los sueños, que vez en la oscuridad, por el que el insomnio tiene sentido. Ella era su amante, aquella relación fuera de su matrimonio, ella le atraía por su suave andar, la conoció en la pista de baile, pero jamás pudieron bailar.
Anely Civy
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