De Sevilla un patio, salpicado de flores, que rodeaban a una fuente con un surtidor. Rosas y claveles de todos los colores, vivo cuadro de tal belleza que no llegaría no a soñar un pintor. Tras de su cancela de hierro forjado había una mocita de tez bronceada, de rasgos moros, y ojos azabache. Y juntito a ella, moreno y plantado, un mozo encendido que hablándole está.
Con sombrero negro y chaqueta corta vino, a las brujas horas del anochecer. La luna rosa de plata, bañó el patio con su luz y muy cerquita de su novia dijo el mocito andaluz: “Rocío, ay mi Rocío, manojito de claveles, capullito florecío; de pensar en tus quereres voy a perder el sentío, porque te quiero mi vida como nadie te ha querido, Rocío, ay mi Rocío”.
Copla con arte, de capa y espada, de tierra y casta. Ella, enamorada como bien estaba, de alguien contra quien no se puede luchar, ni combatir, ni dialogar. Convencer intentaba el joven a quien palabra tenía que tomar, y sin embargo, por no coger, mujeres vuestras rosas, pasó el tiempo, y sin beberlo ni comerlo llegaron días de futuro con sabor a presente acelerando el paso.
Ahora es otro el patio, salpicado de rosas, patio de las monjas de la Caridad , donde hasta la fuente llora silenciosa la canción amarga de su soledad. Regando las flores hay una monjita, que como ellas tiene carita de flor, y que se parece a aquella mocita que tras la cancela le hablaban de amor. Esa era Rocío, a la que había convertido el tiempo, la que cada mañana recordaba a aquel mozo que copla cantaba y que ahora, algunas veces llora tras la celosía.
Lovelace
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