“Contar lo que cuento sin decir lo que siento”, y como norma de vida lo tomó. Llegar a casa, quitarse los zapatos, hacer la comida, sentarse con su café y con un cigarro y encender el ordenador, y esa era su vida.Pasaba el tiempo tirada en el sofá, esperando la llamada, de aquel hombre que no convenía, de típico tipo que no era tan típico. Un hombre casado y con hijos ¡escándalo! Eso asegurado.
Ella se sentía la lolita perfecta de aquel Humbert, tan deseada como amada. Enamorada de aquello que era más un sueño, anulando planes, atada a sus deseos… Pero era un secreto, su secreto…
Vivía inmersa en los susurros de aquel profesor de universidad al que creía perro viejo, del que adoraba escuchar historias y del que siempre temía una negativa, el final.
Apagaba el ordenador, cerraba su otra vida, colgaba el teléfono, y aunque la melancolía fuera lo que le invadiese en ese momento por las palabras no dichas sabía correr el velo de su otra vida.
A partir de aquí solo quedaba una joven que adoraba el café en compañía, la típica chica no tan típica. Sonreía, ¿por qué no hacerlo? Hablaba y hablaba, de lo divertida que era la vida, de lo bonito de respirar, de el libro leído, pero nunca del último suspiro dado.
Pobre, volvía a casa. Esperaba que llegasen las doce, como siempre. Vaso de vino en la mano que a esas horas sustituía el expreso de las tardes, y sólo esperaba unas notas al piano y escuchar su voz en la distancia, con cautela, no vaya a ser que ella lo escuche.
La otra, así la llamaba la joven universitaria, y quizás sea verdad, era la otra.
Para él, ella llegó de casualidad. Fue el soplo de aire que le faltaba a su vida, la perfecta nínfula con la que siempre soñó. Perfecta, ingenua. Lo mataba sus labios, y esa inocencia. Olvidaba a la que una vez en el altar le juró: “hasta que la muerte nos separe”.
Si, el corazón necrosado lo tenía, al menos la parte que a su mujer correspondía. ¿Remordimientos? ¿Para qué? Sólo esperaba verla para que ella lo mirara con esa ilusión.
Le encantaba su forma de mirar.
Se lanzó a sus brazos.
Nunca se dicen cuanto se quieren. Nunca haría falta.
Sin final, sin principios.
Liz
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