Fue tu majadería la que envenenó mis sentidos. Fue tu gracia la que calmó mi sed de angustia. Fuiste tú, corazón mío, la llave que abrió las puertas del triunfo en medio de la batalla.
Y aunque perdimos, no pasó nada, pues no impide la derrota la aparición del valor, que consumamos en los prófugos silencios que rezumaban tu cuerpo junto al mío.
Tras cada noche aparece la mañana, y en ella, el enclave del amanecer, que desvela las ensoñaciones siempre presentes. Porque eres el motivo de mis precipitadas ocurrencias, que vives madrugadas oscuras con el brillo de tus labios.
Para cuando nos vimos por primera vez yo surcaba los mares, capitán de corbeta, por aquel entonces, era.
La travesía fue bien distinta a como la pronosticamos. El océano pasaba por sus peores tempestades, la tripulación malherida y desnutrida no tuvimos más remedio que anclar en una isla de rica tierra y ancestrales costumbres.
Asustados admiramos el amanecer que nos dejaba el devastado ciclón, ahora en calma. Entonces apareciste tú, con esos ojos azabache de piel morena. Arrepentida de presentarte ante patanes caballeros como éramos nosotros que aclamábamos la paz, con las armas de la guerra.
Descansad os exigimos envainando nuestras espadas, y entonces comenzó la confrontación. Dominamos vuestras tierras, domamos a vuestras gentes y arruinamos vuestra riqueza. Ese era el hombre moderno, el hombre europeo. Sagaz incluso en su torpeza por perpetuar y adueñarse de la tierra por la que pisa. Impusimos la fuerza de primeras, y de nada nos sirvió, pues fueron de nuevo, otras armas las que acabaron con nosotros.
Me opuse a tal escándalo, y en consecuencia, ajusticiado sería por tal levantamiento.
Sin más abandoné la tierra, la riqueza y aquel poblado que de mala muerte habíamos convertido. Sin embargo, apareciste tú de nuevas, acechando entre la laurisilva. El camino se hizo a golpe de faca entre el túmulo de penumbras y demás protagonistas que escondidos admiraban con desparpajo la furia de un loco con prisa por llegar a ninguna parte.
El inquisidor silencio brotaba roto en una hermosa cascada. Lugar idílico para esperar a que pase la muerte pues no tenía ninguna intención de seguir con vida andando en una dirección que no me pertenecía. Había abandonado la idea de ser semejante a unos eufóricos traidores que enferman por poder. Ignorante de mí que me desnudé en aquellas calmadas aguas, y de repente, unos ojos se me clavaron en el pecho. La sangre se congeló, y al alma petrificada le costaba moverse mientras la piel se erizaba. Con dulzura te acercabas, diosa inmortal de piel dorada. Nada tenía que ver con las europeas marchitas, fofas y blancuzas. Endémica y preciosa, salvadora de mi vida y dueña de mi corazón…
Lovelace
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