Volar, soñar. Dejar caer el peso de la madrugada, trasnochando tus caricias, añorando tus miradas. Ser el primer beso que roza mi sentido, la última caricia que ahondas en mi piel. El suspiro que eriza mi deseo.
Conducir bajo el manto de la oscura noche, y reír y apreciar el sonido de las estrellas y sus destellos que como amables fugaces iluminan y ponen brillo a la velada.
Era fría la noche, pero más fría estaba mi cama desnuda, sin nadie que deshiciera sus sábanas, sin nadie que rozase su pelo en la almohada. Cobijo quise darte, entre las doce y las una, las dos, las tres… llorando amansaba el tiempo el reloj, queriendo detener tales apasionadas horas que viraban significativas hacia el amanecer.
Las cuatro, las cinco, las seis… dormidos y en reposo, cara a cara. No salir del asombro al rememorar aquel instante en el que la máxima distancia a la que te quería tener era a unos singulares centímetros.
No hicieron falta como otras veces, acompañar nuestras gargantas de algún licor o bebida. Ya pedían nuestros cuerpos el reencontrarse, y dar caza a la fortuna del momento, cuyo tesoro era el éxtasis de sentir, sentir y no olvidar. Recuerdos que amanecen y al anochecer se desprenden de una mente cansada de ficciones que aletea hacia las realidades.
Abrir los ojos y ver que seguías allí, fue lo que me dio la voluntad de levantarme aquella mañana, y llevarte el desayuno a la cama, como tantas promesas ya había incumplido.
Lovelace
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