Nos adentramos en la vida con aires de esperanza, sobreviviendo a las majaderías que el hombre había creado. Fuimos, durante un tiempo, discípulos del Edén, de la naturaleza reinante entre vegetaciones y hojarascas que marchitas nutrían el suelo. Lección que apreciaron mis ojos, fue la que aprendí, sin necesidad de palabra. El maestro estaba impreso en los troncos de los árboles, en las hojas de los helechos. Era verde y a veces agua, que emanaba de la misma tierra: Veía un níspero con frutos jugosos mientras otros acaecían podridos en el suelo. ¿Acaso los que estaban en el suelo no habían estado alguna vez en lo alto de las copas, mecidos por el aire y cubiertos por la temprana lluvia de aquella estación? Me acerqué un poco más. Los del suelo estaban picoteados por aquellas aves, comidos por las hormigas e inertes en su putrefacción cerca del tronco.
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Pasaba el tiempo y tú a mi lado sentada. Las ropas se rompieron, las telas se desgarraron y al final, desnudos quedamos uno frente al otro. Nos reíamos como enfermos dementes sin parar. Hicimos de los mismos algo que nos cubriera para cuando llegara el frío de la noche, en aquella húmeda selva.
Para cuando llegó el día siguiente marchamos por un camino y avistamos una alta columna de fuego tras una calva en el bosque. Aprisa llegamos a la aparente civilización, y cuando los vimos nos vieron, y tarde fue cuando cuenta me di de que habíamos caído en las presas del lobo enemigo.
Enjaulados fuimos durante unas horas, ¿cuál fuera nuestro pecado para ser unos presos encarcelados? Pero no me preocupé, porque lo que Dios nunca supo fue, que para Adán, el paraíso era donde estaba Eva.
Lovelace
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