Llegaba a tientas, con la oscuridad creando sombras que no existían, objetos de siniestra apariencia que si difuminaban y desaparecían se arrojaban ante ti. Te desnudabas al andar, y sembrabas de ropa el suelo por el que pisabas. Tu sendero, tu vereda.
El cuerpo vibraba y disentía, la vida estaba fuera, bajo la luna y las estrellas. Bajo las calles pardas de Buenos Aires, donde el río llevaba aguas de plata y el frío se acercaba en verano. Eran otros tiempos aquellos, bien viejos que sólo trascendían entre tango y tango.
En mi hotel de Montserrat vagaba sin forma mi mente, errante por descubrir los placeres de aquel sito ensueño que amigos me habían recomendado. Sonaba Gardel, qué bien lo recuerdo. Era Argentina, con la pureza y bravío, con todo el sabor, el sol y la templanza corriendo por las venas. Era la esclava de la maravilla, que había aprendido a hacer arte de humildad. Fuimos a esos salones de lujo improvisado. Allí te saqué a bailar y creímos en el amor breve y con locura. La música fue nuestra religión, nuestra pasión y nuestra lógica. Cada nota pizzicada del bajo, cada pasada del violín, rozando sensual y ligando las blancas celdas con las cuerdas de acero.
La gente salía a bailar, pero aquello no se podía llamar así. Era un ritual, como para nosotros el lidiar, ellos fundían sus cuerpos en entes lenguas de efusión, que una vez juntas ardían sin prudencia elevando sus llamas hacia el cielo infinito. Rotaban, giraban trotaban y danzaban. Un espectáculo para mayores. Para verdaderos amantes, porque allí estaba, sin lugar a dudas, lo mejor de Buenos Aires y medio mundo que se atrevía a acercarse a la tierra del fuego más puro y mortal que hacía de aquellos hombres dignos embajadores de la erótica y sensual vehemencia.
Te baleé con un puñado de rosas, suspiré cerca de tu cuello. Arremetí como un puñal mi cuerpo contra el tuyo. Como una brizna de hierba al pasar del viento nos movíamos y así fue como nos unimos a aquellos ángeles viriles, de canela y lavanda, de ginebra y vermouth. ¡Póngame un Fermet!
Así seduje tu sonrisa, así acaricié tus rojos labios y besé tu fina boca. Porque el deseo fue nuestra virtud. Porque brotaba dulzura en tu mirada, por esos ojos negros azabache, por tu clara tez y tu pelo oscuro, que con aquella luz se volvía cobalto. Tus lunares como tus pupilas, tu rizo en el flequillo y el recogido. Tu escote como ventana entreabierta y tu ceñido vestido.
Eras tú, querida, el verdadero de todos los tangos aquella noche. Pues aun sentados, parecía que sentía el deslizarme junto a ti, en un paraíso sin nombre. Sin que la lluvia llegase y el sol no apareciese. Solos tú y yo ante la luna, cuya risa nos alumbraba.
Lovelace
0 comments:
Post a Comment