Saturday, October 26, 2013

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Llegaba del trabajo, de haber estado encerrado en el despacho, durante horas, haciendo llamadas para gestionar eventos, eligiendo entre tantas y tantas cosas como que de elegir va la vida; remangarme las mangas cuando las fuerzas menguan y hay que sacar el valor y la resistencia de donde sea. Pasar la mañana, el almuerzo y la tarde reunido, que si el consejo; que si la dirección, que si la dirección de otra empresa extranjera interesada en nuestros productos; que si estamos invitados a la exposición en tal sitio y tal lugar y se prescinde de esas cosas que sólo tú sabes donde están. Todo el mundo te espera en la puerta, entra y sale con impaciencia esperando, esperando respuesta para ponerse a funcionar, y siempre contestas como el que ordena sin querer, y al cabo del poco ya queda cumplido.
Sólo disfrutas el tiempo cuando saboreas el último sorbo del café, con el atardecer de las seis y media, mientras miras por la cristalera del vigésimo primer piso donde te encuentras la luz del ocaso, rojiza y bella, esquivando los ventanales del resto de rascacielos.


Anochece y las limpiadoras te van echando con su sutileza, invadiendo con lejía asfixiante tu entorno. Te hacen el camino con la fregona, para que sólo puedas pasar rozando el rodapié. Apagas el ordenador, las copias de seguridad, los post-it sobre la mesa… la foto de la familia y de repente empieza a llover. Con tu paraguas fino y enlutado de señor repeles el agua en la primera onda, alejándola de la parte superior del cuerpo, mientras de rodillas para abajo se van acumulando las gotitas cada vez, expandiéndose más y más.
 
Caminas por la acera. Las luces de Neón que parpadean, al igual que las farolas de los callejones más siniestros. Pero te aúnas a las sombras por donde con seguridad te fundes. Te imbuyes por los pasadizos de la noche, entre semáforos y contenedores, buzones y reclamaciones de borrachos que prueban a beber agua del cielo para saciar su sed de hombres que el alcohol no ha sabido ahogar. Algunos temen de sí, otros rehúsan sus miedos y se convierten en frágiles superhombres de barbas y babas.

El vaho en las lunas de los coches, en los cristales. Las gotas que corren y salpican, que juegan con la urbanicie pasiva que sólo llora la tristeza de sus costumbres. De sus torpes andares y de sus prisas.


Llegas a casa mientras el gato romano de la escalinata se aleja fugaz y desaparece. Te ha custodiado la entrada durante todo el día y sin embargo de oídas te teme. Subes las escaleras y llegas a empuñar la llave, apuñalando la puerta y acabándola por abrir. Dejas el maletín abatido sobre la silla; la gabardina en el perchero y después la bufanda tras desenroscarla de tu alto cuello. Te vas de nuevo al ordenador, tras seis horas metido en él, castigando tu mente entre números y tablas, cuenta y más cuentas. Ahora miras las fotos de la gente que estudió contigo, de cómo les va la vida y sonríes. Sonríes inconscientemente, por las vueltas que da la vida y por el pañuelo en el que se ha convertido. De ver que ahora son calvos con barriga los más guapos de clase, y de las que te rechazaron y se fueron con ellos… marujas de rulo en pelo, demacradas con el abuso de la chapa y pintura. 

Sire

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