No era una persona feliz. No sabía encontrar más que inconvenientes. Y es que hay gente que están encasilladas dentro de ese tipo de personas que se obsesionan con los errores y no los dejan convertirse en aciertos. Es como el gusano que se niega a que la metamorfosis lo convierta en mariposa. Se está convencido de que será una simple polilla, que de su cuerpo no brotarán más que dos hojas con cierto polvito que lo mantendrá en el aire, ronroneando alrededor de alguna luz, con ansia de encontrar la verdad, pero que la misma verdad lo quemará, quizá por haberse acercado demasiado.
Se había casado consigo mismo. Fue su padrino y cura en la boda. Ha arreglado mil cosas del “por si acaso” y ha leído mil historias sobre el “más vale prevenir que curar”. Esa vida no le gustaba. No podía hacer nada, porque todo tiene consecuencias. Escogió un día en la cocina hacer una tortilla, pero todos los huevos se los había gastado y estaba lloviendo, y las tiendas apunto de cerrar. Si quería tortilla tenía que correr, sin remedio, pero podría resbalarse y matarse, o sin cuidado cruzar y ser atropellado. Tenía una forma de vivir de lo más complicada. Su apartamento era bastante pequeño. A menos cosas, menos problemas.
Mirando un día por la ventana vio a un hombre de su edad con su hijo cogido de la mano. Y desde la penumbra observaba el interior de su piso. Sin apenas muebles, las paredes sin pintar y una caja de cartón como mesita. Miles de colillas que se habían integrado al suelo, y alguna que otra botella de cristal vacía en la que ahogaba sus penas. La cogió sin miedo y la rompió. Siempre había estado solo. Ya era hora de partir. Entonces empezó a rajarse la piel en canal y gritó del miedo.
Alguien le cogió fuertemente el brazo donde había hundido el cristal.
- No grites, ya lo hemos hecho otras veces.
- ¿El qué?
- Matarnos.
Y siguió por el camino de las venas hasta que la sangre brotaba convirtiendo su brazo blanquecino en una carnicería. Ese alguien era esa parte de él a la que negó vivir con tal de meterse en un zulo y rendir culto a sus miedos. Ahora le tocaba partir. En la palma de la mano que agarró su brazo había sangre, que al secarse tomaba la forma de un pájaro. Pequeño como un colibrí. Empequeñeció su vida, porque creyó que nunca podría ser grande. Ahora en la muerte, cuando la polilla se ha quemado en el fuego buscado sabe que la verdad le duele, porque nunca quiso hacerle caso a lo que le decía.
Sire
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