Pedro era un niño al que le costaba dormir. Por la mañana en la escuela siempre le contaban historias de miedo sobre sus vecinos, y cuando luego los veía, se asustaba frenéticamente y se escondía detrás de su madre; pero eso no era todo, lo peor era cuando llegaba la hora de dormir, ese era el peor momento del día para Pedro.
Cuando la luna salía y la oscuridad de la madrugada apagaba el último rayo de sol, el niño temía siempre que su madre lo mandase a la cama. Era el peor de todos los sitios del mundo, siempre expuesto a todos los peligros: que si el monstruo de la cama, que si el hombre del saco llamando a la puerta, que si las arañas, que si algo se mueve en el armario y cogía carrerilla hasta la cama de sus padres guarida de protección… en fin, los sueños jamás le venían, a pesar de que fuera un niño, y es por eso por lo que intentaba siempre jugar hasta tarde o ver la televisión.
Una noche, su madre al ver que se había quedado adormilado en el sofá lo cogió con mucho cuidado y cariño y lo acurrucó en sus brazos, portándolo hasta su alcoba de peluches y balones, pero al tocar las sábanas, pegó un brinco de conejo que hasta su madre se sobresaltó.
-¿Qué te pasa Pedro? Duérmete ya, venga vamos.
-No puedo mamá…
-¿Cómo no vas a poder?
-Me da miedo.
-Mira hijo, dormir es necesario, para estar descansados y mañana poder jugar con tus amigos en el cole o hacer los deberes que te mande la seño.
-Pero yo no puedo…
-Mira, di estas palabras cada noche, y verás que un mundo de sueños y luz se te aparece, de repente estarás en el mejor de los lugares, con muchos animales que tanto te gustan o comiendo lo que tú quieras, pero eso sí, te tienes que dormir.
Al decirlas flojito y repetirlas unas cuantas veces, Pedro, el niño que no podía dormir, cerró sus ojos y cuando quiso acordar estaba a las puertas de un mundo hasta entonces desconocido para él. Muchos colores flotaban y grandes praderas para correr dejaban bailar su fresca hierba. El niño no paraba de sonreír bajo aquel cielo verde. Y desde entonces, todos los días hacía de aquel momento tan odiado, el mágico reencuentro en el que disfrutaba, bailaba y reía, montándose en delgados elefantes o haciendo carreras con cocodrilos, jugando con las jirafas y volando sobre águilas. Algunas veces se encontraba con su madre y su padre, algunos amigos, y los vecinos que si algún día miedo le dieran, ahora se apuntaban también a la reunión que tenía lugar cada noche en su cama.
Robin
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