A veces cuando te toco, cuando te abrazo y acaricio las aristas de tu fina madera, siento que me entiendes, que estás conmigo sin que nadie más te vea, que has sido testigo de tantos momentos de alegría y espanto, que quizá ninguna persona pudiera igualarse a ti.
Paseaba un día, cuando era niña, por la calle agarrada a la mano de mi padre, cuando apareciste tú, primero en las manos de un hombre que te hacía vibrar con maestría, rodeado de cartones mientras la gente ignoraba su presencia humana, pero su música entraba a tocar las puertas del alma de toda la gente errante que trascendía por aquellas aceras de charcos, de bagaje o desenfreno.
Me gustaste, para qué engañarnos. Me gustaste tanto, que después de aquel día en el que te vi por primera vez, me enamoré, tras pensarte e idealizarte entre mis brazos, locamente de ti. Y es por eso que así recé por conseguirte, por estar a tu lado.
Cuando iba para el colegio, cuando era chiquita, siempre agarrada de la mano de alguna vecina o amiga de clase me paraba, de camino, a ver el escaparate de una de esas tiendas donde cuelgan las trompetas y enmarcan los violonchelos. Donde los pianos tienen encima metrónomos y bustos de Mozart. Entonces, con la mirada perdida te busqué, inquiriendo en cada una de las siluetas que hacían los instrumento, pero tú no estabas. Qué tristeza me inundó el corazón.
Entonces me puse a pensarte de nuevo, a imaginar cómo serías por dentro, a saber cómo te portarías conmigo y desear que me quisieras tanto como yo a ti. A los días siguientes, en mi noveno cumpleaños, mi padre vino con un regalo muy grande. Era algo duro que se abría con cremalleras. Yo nunca lo había visto. Era como una mochila con una forma extraña. Y de repente una luz te hizo brillar, una luz que sólo yo podía ver, porque era de esperanza, de gloria, mientras un coro celestial tocaba el himno más solemne. Yo te amaba, y sin embargo allí estabas, conmigo, a mi lado, entre mis brazos, sin falta de imaginarte o pensarte. Tan sólo tú.
Ahora llevas veinte años a mi lado, y no me has fallado ni una sola vez. Juntos hemos hecho maravillas: provocando alguna que otra risa, y bastantes llantos de emoción. Porque cuando paseábamos nuestra pasión tú no eras más que la prolongación más perfecta de mi cuerpo con la que yo dejaba las puertas de mi corazón abiertas, para hablar y confesar lo mucho que yo te quiero.
Cuántos conciertos habremos tocado juntos, cuántas horas con café ensayando ante el esqueleto de plata que nos hacía compañía. Cuántos paseos por calles marchitas, plazas festivas e históricos castillos de espanto. Hemos rondado medio mundo juntos y tras tantos años te sigo adorando y mirando, con la misma mirada de aquella niña de ocho años que iba de la mano de su padre.
Lovelace
0 comments:
Post a Comment