Eran vísperas de Navidad cuando llegaron los primeros copos de nieve. La gente iba muy abrigada por las calles; algunas mujeres vestían largos abrigos de visón y los hombres altas chisteras, pero muchos otros se arremolinaban sentados en las aceras, resguardándose bajo algún tejado, predicando su pobreza.
Entre ellos se encontraba una joven niña, Alicia, a quien le costaba respirar y andar por su cojera. Un día fue atropellada por un loco conductor y quedó minusválida. Por este motivo iba por las calles vendiendo pañuelos y flores. Los que la conocían se paraban a saludarla y a hablarle, pero muchos otros transeúntes la evitaban con la mirada para que no les ofreciera nada.
No tenía resguardo por la noche, así que hacía por caminar hasta el umbral de algún puente donde poder reposar su cabeza, evitando las lluvias y las nieves que había por aquel entonces.
Un día, pregonando sus flores por las calles, un señor regordete y bajito le pidió una de las que llevaba y como no tenía dinero suelto le ofreció un billete de Lotería. La niña lo aceptó aunque no sabía muy bien si había hecho buen cambio, pues Don Dinero solía ir a donde siempre había más, y estando ella pobre, quizá ni se acercaba.
Alicia guardó con disimulo el billete y esperó hasta el día del sorteo. Bajada la noche el billete se le extravió, acabándose por quemar en una fogata cercana a ella. Se puso muy triste y por pocas no consiguió conciliar el sueño. Y entre lágrimas y sollozos, en un mundo muy lejano a éste, al que somos capaces de llegar por un puente de plata, el hada Lotería se le apareció y con un cálido abrazo le regaló uno de los boletos que serían sorteados aquella misma mañana. Con mucha prisa lo guardó en su vieja bota y esperó a que amaneciese.
Los hombres con altas chisteras y las mujeres de abrigos de visón iban al salón de Loterías, los niños de San Ildefonso empezaron uniformados con sus cantos, a llamar a la suerte con sus voces de inocentes infantes. Todo el mundo estaba impaciente por el gordo, y Alicia, como el resto, esperaba en la puerta de Doña Manolita a que coincidiese alguno de los premios con el número que el hada le había regalado.
Así fue que cuando por fin salió del bombo la bola dorada, la niña se fue callando su alegría mientras la gente se preguntaba por el rostro del afortunado. A la mañana siguiente se presentó con el número premiado y le dieron amablemente una fortuna.
Después de aquel día poco se supo de Alicia, hasta que pasaron unos años y se convirtió en la directora de un colegio para niñas huérfanas que ella misma había construido, acogiendo a todas las niñitas desamparadas. Alicia nunca más tuvo que ir predicando su pobreza y las únicas flores que tenía estaban en un jarrón decorando cada rincón de su hogar.
Robin
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