El suspiro que se evapora al ver, el gemido exhorto que se libera al notar, el cercano acervo de su presencia. La obsesión inequívoca que surge, sin más hasta que un buen día dejas de ser esclavo y te llena el desencanto, un sentimiento impuesto en vena que recorre los caminos que tu cuerpo comprende, inexplorados muchos de ellos, hasta llegar a las puertas de un alma que confía en el instinto del deseo, que sosiega las guerras que son declaradas a la mente desde el corazón.
Sangre que se mueve con los latidos, palpita el pecho y se nubla la razón, evasión que surta sus efectos cuando escuchas sus palabras. Esperar duele, y mucho más dejarte con las ganas de escuchar lo que te gustaría oír, una verdad aplazada en el tiempo, que consumarás en esas veladas prófugas de ensoñaciones marchitas.
Pensar e imaginar una vida de dos, paseos que culminaran en la soledad de dos almas donde yace el cariño, a las afueras de un mundo sin nadie, viendo la vida pasar entre abrazos, donde la monotonía no existiera y cada gesto te supiera como la primera de las caricias. Vistas de una ciudad nutrida de luces en la noche, un cielo oscuro pero nunca apagado. Estrellas que desde el cielo nos miran beber los besos que un día fueron impensables. Sorbos pequeños de gloria envenenada que funcionan de éxtasis para los sentidos, de lluvia para la seca conciencia. Un sueño que empieza en balanza. Si no se corresponde es una muerte anunciada; por el contrario, ser desdichado de antojo, porque el amor, amigos míos, es el más grande misterio de la vida.
Lovelace

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